A veces, tratando
de explicar las cosas más sencillas resulta muy difícil hacerse entender. Por
ejemplo, uno no puede decir…
-Considero
que, en relación al resto de países del mundo, los productos culturales
norteamericanos tienen una presencia en mi entorno demasiado excesiva y por
ello me gustaría reducir su consumo.
…sin que
en la práctica de la vida cotidiana no se generen problemas y fricciones con
nuestros amigos y conocidos.
Es excelente en la confección de potajes |
Aún tengo
fresca en la memoria la celebración del último Halloween, esa fiesta con la calabaza
y los muertos vivientes (de origen supuestamente irlandés pero más yanqui que
Donald Duck) que cada año recibe más predicamento en Europa. Yo soy abierta,
combativa, agresivamente anti Halloween. Si algún día me ven celebrar eso
estando en plenas facultades mentales les exijo, en nombre de la amistad, que
me retiren para siempre el saludo. Si ya, en otra ocasión, me escuchan
desearles un feliz día de Acción de Gracias, les ruego por favor que me
apliquen sin titubeos la pena capital.
La
crítica positiva o negativa hacia estas celebraciones suele realizarse en dos
niveles argumentales distintos. Existe un nivel básico de crítica, que me
parece respetable incluso desde el bando enemigo: nosotros, los anti, decimos: "Yo paso de celebrar
esa puta mierda americana" y los pro
opinan: "Halloween, la Romería de Tegueste o una sesión de DJ Guay…
cualquier excusa me sirve para salir de fiesta", y bueno, ¡bienvenida sea
al menos la honradez de estos juicios irreflexivos! Casi el cien por cien de
las fiestas que celebramos son eventos consuetudinarios en donde el contenido
del “mito” tiene menor importancia que la práctica del “rito”, y la supuesta
originalidad o invención de las mismas es irrelevante a la hora de zampar,
rezar, tirar de una carreta o cogerse un moco en comunidad, que es lo
importante. Pero lo que sí resultan verdaderamente repugnantes son las piruetas
argumentales "elevadas" con las que los proyanquis de estas tierras
creen puentear su idiocia "dándole a la neurona", y que salen a
relucir en comentarios del tipo: "tú, que tan antiamericano te declaras,
podrás decir lo que te salga de los cojones que a la primera de cambio te
jartas a comer BicMac, estás pegao a tu PC o Mac viendo el Facebook, y te has
mamado con mucho gusto todas las temporadas de “Lost”", criterio que,
siendo cierto, solo es cómplice de la cada vez mayor colonización del espacio
cultural que nos rodea, una colonización unidireccional (si los “agentes colonizadores” llegasen desde lugares más diversos y en
igualdad de condiciones nos les machacaría con esta perorata) porque la clave
del asunto es que identificar el problema y sus contradicciones no determina
su solución. Ser más "consciente" de tus taras no te hace librarte
de ellas o, dicho zafiamente, bastante tenemos ya con la inmensidad de
americanadas que nos inundan la vida y la bola de carne de rata del McDonald´s que
baja por el esófago como para encima tener ahora que hacer el pollaboba en
Halloween o Acción de Gracias: amigo yanqui, mi acto de agradecimiento se lo
dedico a tu puta madre.
Fui niño
canario en la década de los ochenta y principios de los noventa. El
Archipiélago ya no era aquel lugar de playas vírgenes y semi subdesarrollo de
los últimos coletazos del franquismo, pero tampoco el imperio absoluto del
hormigón, los centros comerciales y las telecomunicaciones en las que vivimos
ahora. Por así decirlo, nací en el proceso de modernización global de las Islas,
en pleno auge de la ideología consumista de la era Reagan y Bush padre, en
medio de la cual, sin embargo, aún podían verse los vestigios de otras maneras
de ser y hacer que se perdieron para siempre, están en peligro de extinción o
se les insufla aire artificialmente. Pero no me engaño. Como niño de clase
media de ciudad de provincias, lo mío era lo americano; flipaba con Jackson
bailando “Moonwalk” y más tarde con Nirvana, las Nike cuando mi santa madre
podía comprarlas (o, si no, las Randy, para solaz del resto de infantes del
colegio con mayor capacidad adquisitiva, que entre risas coreaban "¡Ay,
podrío, con las Randy ahiiií") los “Goonies”, “E.T.” y “Cazafantasmas”,
las hamburguesas y "papas locas" (sincretismo local de las papas
ultracongeladas del fast food), los
G.I.Joe "A Real American Hero" y Masters del Universo (con su
protagonista: He- Man, traducido al castellano "El- Hombre"), los
cómic Marvel o los juegos arcade como el famoso “Street Fighter” de
la CAPCOM, empresa nipona de entretenimiento y buen ejemplo, entre tantos
otros, de cómo la cultura yanqui llega a deslocalizarse y poner de moda
mundialmente, bajo el paraguas de su multiculturalismo-cada-cual-en-su-sitio (demostrando una vez más la eficiencia del capitalismo
a la hora de agenciarse con casi todo) asuntos como las artes marciales, la
pizza, el mismísimo Halloween, Santa Claus o la música salsa.
Niño
inocente subnormalizado por la ideología, ("Sie wissen das nicht, aber
sie tun es" “Ellos no lo saben, pero lo hacen”, según la famosa
definición de Marx) me daba asco beber de la pila de agua de lluvia filtrada de
mis tías bisabuelas o pasar muchos días en Tejeda- en donde solo había una
cabina de teléfono para todo el pueblo- según mi hermano porque le tenía miedo
a las moscas (¡!). Y tengo recuerdos vivísimos de estar enfrikado la noche
entera descubriendo misterios alucinantes con “The Secret of Monkey Island”
(Lucasfilm) ante el ordenador monocromo IBM, gozando hasta el límite, o lleno
de deseo mirando Masters en el catálogo de juguetes de El Corte Inglés en los
días de Navidad, el libro o publicación con la que más he disfrutado en toda mi
vida, en ese hiato de histerismo que supone el no tener todavía y tener
muy pronto. Ya podía haber sido “El Principito” pero no: el libro clave en
mi infancia fue el catálogo de los juguetes de El Corte Inglés. Porca miseria. En efecto, el capitalismo
globalizador tiene algo esencial en común con los caprichos del niño. Hay
suficiente literatura que explica esa confluencia perfecta entre el deseo infantil,
explosivo (lo quiero ¡ya, ya, ya!) y veleta (quiero otra cosa, ¡y otra, y otra,
y otra!), y el sistema de mercado que rige no solo nuestra economía sino también
toda la existencia.
La obra fundamental en mi temprana educación intelectual |
Lo que me parece importante es que, aunque ya todo esté
perdido, aunque sea cierto que este texto se aloje en Google, un buscador
norteamericano que nos dispone el conocimiento según sus intereses de mercado,
y al cual has accedido muy probablemente a través de Facebook, red -en el
sentido arácnido del término- social, no hay por qué aceptar todas y cada una
de las cosas que nos caen arriba. Para un urbanita criado a partir de los
ochenta, es imposible detectar y acceder a las configuraciones internas de su
carácter para recuperar algo así como una “memoria no capitalista”, porque por
muy antiimperialistas y antihegemónicos que nos declaremos seguiremos “no
sabiendo y haciéndolo”. Benjamin, en su cada vez más clarividente visión del
progreso, veía la Revolución en la imagen de un freno de emergencia. En honor a
esa imagen no pienso celebrar Halloween. Veré la calabaza, me acordaré del
freno de Benjamin y esa será mi fiesta. Si ya somos lo suficiente miserables y
débiles para no poder concebir la vida en común sin el Facebook y el WhatsApp,
si nuestra experiencia se empobrece cada día más y a mayor velocidad con una
cacharrería a la “no podemos renunciar” porque nos hace “la vida más fácil”, al
menos recordemos que el freno de emergencia está ahí, pese a que solo funcione
si todos tiramos de él. En estos días, únicamente podemos mentar la famosa sentencia
de Aristóteles diciendo que un hombre sin Facebook solo puede ser un monstruo o
un Dios. ¿A Fulanito Pérez le gusta mi enlace? ¡Me gusta!
Dado que
ser consciente de un problema no resuelve dicho problema, mi odio a lo
americano es un odio fabricado, pura mala conciencia, una impostura o artefacto
construido contra mi (falsa) naturaleza, que es la de “todo el mundo”, la
normal, la americana- capitalista, la gran impostura, la verdadera religión de
nuestro tiempo: lo que hay. Pobre de mí, mártir de andar por casa, porque si me
"relajara" y fuera capaz de tragarme y disfrutar de todas las series
y estrenos que se emiten por la caja, ya no tonta sino retrasada mental
profunda, es probable que estuviese más tranquilo y fuera más normal. Todo lo
americano te ayuda a ser más normal, no hay que olvidarlo. Otra cosa es que esa
normalidad sea el conjunto de reglas y prácticas demenciales que nos acabe
llevando al Apocalipsis, tal y como sucede, tal y como sabemos, porque ya sea
al derecho (“no lo saben, pero lo hacen”) o al revés (“lo saben, pero no hacen
nada”) seguimos prisioneros de la ideología por “conscientes” que seamos.
Así, en
mi meditación antiyanqui, en mi manual de autoayuda antiimperialista, en mis
juegos contrahegemónicos de conciencia, en mi terrorismo interior, a veces
barajo la posibilidad de implantar un totalitarismo personal de la experiencia.
En otras palabras, me planteo imponer la negación total de determinados hechos
históricos de mi vida, como por ejemplo que de niño mi sensibilidad musical vibrase
con la cadencia del bajo de Billie Jean, tún
tun-tun-tun tún-tun-tun, unas notas que, en sí mismas, no contenían nada
perverso, solo que su apabullante
presencia negó la existencia de Otras cosas. Si uno tuviese el suficiente
talento meditativo, ¿podría suprimir esa experiencia, borrarla, traicionar la
verdad y traicionarse a sí mismo para poder alcanzar los objetivos que nos planteamos
al hacernos mayores, considerando que tenemos derecho a “hacer nuestras vidas” de
la manera que nos parezca más justa? El ejercicio implicaría algo así como ver en
Kim Jong-il, el Querido Líder, no a un papanatas ridículo, asesino megalómano
y maníaco, como ostensiblemente lo fue a los ojos de cualquiera que tenga dos
dedos de frente, sino, sencillamente, al Querido Líder, Llama y Esperanza que
guía al mundo y Azote del Tío Sam. Y si se me ocurre criticarlo, me deporto a
Siberia. Pienso qué ocurriría si tuviese el poder de renegar prácticamente de
aquella felicidad intensa que me otorgaba el catálogo de los juguetes de El
Corte Inglés, borrando episodios seleccionados de mi memoria en el más puro
estilo estalinista para que no quede ni un solo rastro de gozo perverso, y
meter a la fuerza “El Principito”, que lo leí de niño y me la comió que no veas.
Pobre Principito, esposado por aquel sonriente Eddie Murphy de “Superdetective
en Hollywood”. Qué ocurriría si en vez de ser fiel a la verdad rememorando lo
bien que lo pasé comiendo nuggets y
leyendo al Capitán América a partir de ahora le diese más importancia a cosas
puntuales como haber visto parir a una gata en Tejeda o jugado partidillos de
fútbol con los otros niños, porque quizás la memoria no deba ser la Historia, esa
puta, esa cosa horrible fabricada a base de hostias, sino un relato
emancipador. ¿Acaso no es ya esa
misma Historia, escrita por quienes sabemos, los winners, el mayor de los totalitarismos?
Dejémoslo aquí. Tampoco pretendo
darles la chapa en exceso con mis pataletas domésticas, y con esto podría
seguir lloriqueando hasta ponerles de los nervios. ¡América es lo que hay! Si
me gusta bien y si no me la como con papas igual. Convirtamos la cosa en una
simple “cuestión de gustos”. Si fuese posible, y dado que esto es básicamente
un blog personal, de onda corta y familiar, agradecería que en esos pequeños
momentos de resistencia que aún otorgan el ocio y la conversación amistosa, no
me coman la cabeza con las americanadas de turno que les fascinan. Para
compensar, me comprometo, bajo pedido, a no hablarles de asuntos que no les
parezcan interesantes, aunque a mí me fascinen. Tenemos todo el ancho mundo
para “elegir tema”. De Camboya a Colombia, de Cuenca a Cotonú, de Las Lagunetas
a Linz y, vale, de acuerdo, alguna vez también de L.A. a N.Y. Querido Lou:
donde quiera que estés, te mando un abrazo muy fuerte desde Mácher, Municipio
de Tías, Lanzarote, Islas Canarias.
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