viernes, 13 de diciembre de 2013

Por qué no soy americano


A veces, tratando de explicar las cosas más sencillas resulta muy difícil hacerse entender. Por ejemplo, uno no puede decir…

-Considero que, en relación al resto de países del mundo, los productos culturales norteamericanos tienen una presencia en mi entorno demasiado excesiva y por ello me gustaría reducir su consumo.

…sin que en la práctica de la vida cotidiana no se generen problemas y fricciones con nuestros amigos y conocidos.

Es excelente en la confección de potajes 

Aún tengo fresca en la memoria la celebración del último Halloween, esa fiesta con la calabaza y los muertos vivientes (de origen supuestamente irlandés pero más yanqui que Donald Duck) que cada año recibe más predicamento en Europa. Yo soy abierta, combativa, agresivamente anti Halloween. Si algún día me ven celebrar eso estando en plenas facultades mentales les exijo, en nombre de la amistad, que me retiren para siempre el saludo. Si ya, en otra ocasión, me escuchan desearles un feliz día de Acción de Gracias, les ruego por favor que me apliquen sin titubeos la pena capital.

La crítica positiva o negativa hacia estas celebraciones suele realizarse en dos niveles argumentales distintos. Existe un nivel básico de crítica, que me parece respetable incluso desde el bando enemigo: nosotros, los anti, decimos: "Yo paso de celebrar esa puta mierda americana" y los pro opinan: "Halloween, la Romería de Tegueste o una sesión de DJ Guay… cualquier excusa me sirve para salir de fiesta", y bueno, ¡bienvenida sea al menos la honradez de estos juicios irreflexivos! Casi el cien por cien de las fiestas que celebramos son eventos consuetudinarios en donde el contenido del “mito” tiene menor importancia que la práctica del “rito”, y la supuesta originalidad o invención de las mismas es irrelevante a la hora de zampar, rezar, tirar de una carreta o cogerse un moco en comunidad, que es lo importante. Pero lo que sí resultan verdaderamente repugnantes son las piruetas argumentales "elevadas" con las que los proyanquis de estas tierras creen puentear su idiocia "dándole a la neurona", y que salen a relucir en comentarios del tipo: "tú, que tan antiamericano te declaras, podrás decir lo que te salga de los cojones que a la primera de cambio te jartas a comer BicMac, estás pegao a tu PC o Mac viendo el Facebook, y te has mamado con mucho gusto todas las temporadas de “Lost”", criterio que, siendo cierto, solo es cómplice de la cada vez mayor colonización del espacio cultural que nos rodea, una colonización unidireccional (si los “agentes colonizadores” llegasen desde lugares más diversos y en igualdad de condiciones nos les machacaría con esta perorata) porque la clave del asunto es que identificar el problema y sus contradicciones no determina su solución. Ser más "consciente" de tus taras no te hace librarte de ellas o, dicho zafiamente, bastante tenemos ya con la inmensidad de americanadas que nos inundan la vida y la bola de carne de rata del McDonald´s que baja por el esófago como para encima tener ahora que hacer el pollaboba en Halloween o Acción de Gracias: amigo yanqui, mi acto de agradecimiento se lo dedico a tu puta madre.


Fui niño canario en la década de los ochenta y principios de los noventa. El Archipiélago ya no era aquel lugar de playas vírgenes y semi subdesarrollo de los últimos coletazos del franquismo, pero tampoco el imperio absoluto del hormigón, los centros comerciales y las telecomunicaciones en las que vivimos ahora. Por así decirlo, nací en el proceso de modernización global de las Islas, en pleno auge de la ideología consumista de la era Reagan y Bush padre, en medio de la cual, sin embargo, aún podían verse los vestigios de otras maneras de ser y hacer que se perdieron para siempre, están en peligro de extinción o se les insufla aire artificialmente. Pero no me engaño. Como niño de clase media de ciudad de provincias, lo mío era lo americano; flipaba con Jackson bailando “Moonwalk” y más tarde con Nirvana, las Nike cuando mi santa madre podía comprarlas (o, si no, las Randy, para solaz del resto de infantes del colegio con mayor capacidad adquisitiva, que entre risas coreaban "¡Ay, podrío, con las Randy ahiiií") los “Goonies”, “E.T.” y “Cazafantasmas”, las hamburguesas y "papas locas" (sincretismo local de las papas ultracongeladas del fast food), los G.I.Joe "A Real American Hero" y Masters del Universo (con su protagonista: He- Man, traducido al castellano "El- Hombre"), los cómic Marvel o los juegos arcade como el famoso “Street Fighter” de la CAPCOM, empresa nipona de entretenimiento y buen ejemplo, entre tantos otros, de cómo la cultura yanqui llega a deslocalizarse y poner de moda mundialmente, bajo el paraguas de su multiculturalismo-cada-cual-en-su-sitio (demostrando una vez más la eficiencia del capitalismo a la hora de agenciarse con casi todo) asuntos como las artes marciales, la pizza, el mismísimo Halloween, Santa Claus o la música salsa.

Niño inocente subnormalizado por la ideología, ("Sie wissen das nicht, aber sie tun es" “Ellos no lo saben, pero lo hacen”, según la famosa definición de Marx) me daba asco beber de la pila de agua de lluvia filtrada de mis tías bisabuelas o pasar muchos días en Tejeda- en donde solo había una cabina de teléfono para todo el pueblo- según mi hermano porque le tenía miedo a las moscas (¡!). Y tengo recuerdos vivísimos de estar enfrikado la noche entera descubriendo misterios alucinantes con “The Secret of Monkey Island” (Lucasfilm) ante el ordenador monocromo IBM, gozando hasta el límite, o lleno de deseo mirando Masters en el catálogo de juguetes de El Corte Inglés en los días de Navidad, el libro o publicación con la que más he disfrutado en toda mi vida, en ese hiato de histerismo que supone el no tener todavía y tener muy pronto. Ya podía haber sido “El Principito” pero no: el libro clave en mi infancia fue el catálogo de los juguetes de El Corte Inglés. Porca miseria. En efecto, el capitalismo globalizador tiene algo esencial en común con los caprichos del niño. Hay suficiente literatura que explica esa confluencia perfecta entre el deseo infantil, explosivo (lo quiero ¡ya, ya, ya!) y veleta (quiero otra cosa, ¡y otra, y otra, y otra!), y el sistema de mercado que rige no solo nuestra economía sino también toda la existencia. 

La obra fundamental en mi temprana educación intelectual

Lo que me parece importante es que, aunque ya todo esté perdido, aunque sea cierto que este texto se aloje en Google, un buscador norteamericano que nos dispone el conocimiento según sus intereses de mercado, y al cual has accedido muy probablemente a través de Facebook, red -en el sentido arácnido del término- social, no hay por qué aceptar todas y cada una de las cosas que nos caen arriba. Para un urbanita criado a partir de los ochenta, es imposible detectar y acceder a las configuraciones internas de su carácter para recuperar algo así como una “memoria no capitalista”, porque por muy antiimperialistas y antihegemónicos que nos declaremos seguiremos “no sabiendo y haciéndolo”. Benjamin, en su cada vez más clarividente visión del progreso, veía la Revolución en la imagen de un freno de emergencia. En honor a esa imagen no pienso celebrar Halloween. Veré la calabaza, me acordaré del freno de Benjamin y esa será mi fiesta. Si ya somos lo suficiente miserables y débiles para no poder concebir la vida en común sin el Facebook y el WhatsApp, si nuestra experiencia se empobrece cada día más y a mayor velocidad con una cacharrería a la “no podemos renunciar” porque nos hace “la vida más fácil”, al menos recordemos que el freno de emergencia está ahí, pese a que solo funcione si todos tiramos de él. En estos días, únicamente podemos mentar la famosa sentencia de Aristóteles diciendo que un hombre sin Facebook solo puede ser un monstruo o un Dios. ¿A Fulanito Pérez le gusta mi enlace? ¡Me gusta!

Dado que ser consciente de un problema no resuelve dicho problema, mi odio a lo americano es un odio fabricado, pura mala conciencia, una impostura o artefacto construido contra mi (falsa) naturaleza, que es la de “todo el mundo”, la normal, la americana- capitalista, la gran impostura, la verdadera religión de nuestro tiempo: lo que hay. Pobre de mí, mártir de andar por casa, porque si me "relajara" y fuera capaz de tragarme y disfrutar de todas las series y estrenos que se emiten por la caja, ya no tonta sino retrasada mental profunda, es probable que estuviese más tranquilo y fuera más normal. Todo lo americano te ayuda a ser más normal, no hay que olvidarlo. Otra cosa es que esa normalidad sea el conjunto de reglas y prácticas demenciales que nos acabe llevando al Apocalipsis, tal y como sucede, tal y como sabemos, porque ya sea al derecho (“no lo saben, pero lo hacen”) o al revés (“lo saben, pero no hacen nada”) seguimos prisioneros de la ideología por “conscientes” que seamos. 

Así, en mi meditación antiyanqui, en mi manual de autoayuda antiimperialista, en mis juegos contrahegemónicos de conciencia, en mi terrorismo interior, a veces barajo la posibilidad de implantar un totalitarismo personal de la experiencia. En otras palabras, me planteo imponer la negación total de determinados hechos históricos de mi vida, como por ejemplo que de niño mi sensibilidad musical vibrase con la cadencia del bajo de Billie Jean, tún tun-tun-tun tún-tun-tun, unas notas que, en sí mismas, no contenían nada perverso, solo que su apabullante presencia negó la existencia de Otras cosas. Si uno tuviese el suficiente talento meditativo, ¿podría suprimir esa experiencia, borrarla, traicionar la verdad y traicionarse a sí mismo para poder alcanzar los objetivos que nos planteamos al hacernos mayores, considerando que tenemos derecho a “hacer nuestras vidas” de la manera que nos parezca más justa? El ejercicio implicaría algo así como ver en Kim Jong-il, el Querido Líder, no a un papanatas ridículo, asesino megalómano y maníaco, como ostensiblemente lo fue a los ojos de cualquiera que tenga dos dedos de frente, sino, sencillamente, al Querido Líder, Llama y Esperanza que guía al mundo y Azote del Tío Sam. Y si se me ocurre criticarlo, me deporto a Siberia. Pienso qué ocurriría si tuviese el poder de renegar prácticamente de aquella felicidad intensa que me otorgaba el catálogo de los juguetes de El Corte Inglés, borrando episodios seleccionados de mi memoria en el más puro estilo estalinista para que no quede ni un solo rastro de gozo perverso, y meter a la fuerza “El Principito”, que lo leí de niño y me la comió que no veas. Pobre Principito, esposado por aquel sonriente Eddie Murphy de “Superdetective en Hollywood”. Qué ocurriría si en vez de ser fiel a la verdad rememorando lo bien que lo pasé comiendo nuggets y leyendo al Capitán América a partir de ahora le diese más importancia a cosas puntuales como haber visto parir a una gata en Tejeda o jugado partidillos de fútbol con los otros niños, porque quizás la memoria no deba ser la Historia, esa puta, esa cosa horrible fabricada a base de hostias, sino un relato emancipador. ¿Acaso no es ya esa misma Historia, escrita por quienes sabemos, los winners, el mayor de los totalitarismos?

Dejémoslo aquí. Tampoco pretendo darles la chapa en exceso con mis pataletas domésticas, y con esto podría seguir lloriqueando hasta ponerles de los nervios. ¡América es lo que hay! Si me gusta bien y si no me la como con papas igual. Convirtamos la cosa en una simple “cuestión de gustos”. Si fuese posible, y dado que esto es básicamente un blog personal, de onda corta y familiar, agradecería que en esos pequeños momentos de resistencia que aún otorgan el ocio y la conversación amistosa, no me coman la cabeza con las americanadas de turno que les fascinan. Para compensar, me comprometo, bajo pedido, a no hablarles de asuntos que no les parezcan interesantes, aunque a mí me fascinen. Tenemos todo el ancho mundo para “elegir tema”. De Camboya a Colombia, de Cuenca a Cotonú, de Las Lagunetas a Linz y, vale, de acuerdo, alguna vez también de L.A. a N.Y. Querido Lou: donde quiera que estés, te mando un abrazo muy fuerte desde Mácher, Municipio de Tías, Lanzarote, Islas Canarias.

          

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