lunes, 17 de julio de 2017

Humor sí, blackface no, hijo de puta, te vamos a matar.

Por una historieta que contaré al final, hace pocos días me dio por subir una foto de perfil al Facebook en la que se me ve pintado (digitalmente) de negro. Cosechando un número moderado de “me gusta” y comentarios jocosos de la parroquia digital, también recibí una sencilla reprimenda de alguien a quien apenas conozco pero cuyo buen criterio aprecio. Esta persona me acusaba de estar “haciendo” blackface.
Yo, ¡oh!, que desde la cuna pasaba las páginas de Mundo Negro, con mi Master de Estudios Africanos, yo, ¡oh!, que llegué hace dos semanas de participar en el ECAS, el congreso de estudios africanos más importante de Europa, ¡ah!, ¡oh!, yo, que cocino muambé de pollo en aceite de palma y cuya tesis doctoral demostrará científicamente que Canarias es un país africano... resulta que estaba haciendo un gesto espantoso enmarcado en una tradición racista muy concreta, de largo recorrido y activa, desconocida por completo para mí... ¿uh, oh?... Un par de horas más tarde quité la foto, imagen que pueden disfrutar aquí, en contexto, bien arropadita con su excusatio

Excusatio non petita accusatio manifesta

Si hubiese recibido una llamada de atención por estar “riéndome de los negros”, sin más, hubiese mandado a esa persona a freír espárragos pero lo que me desmontó fue no haber detectado el hecho de hacerlo a través de esa tradición en particular, la historia de una iconología de raíz anglosajona, justo siendo un investigador en estas materias (con severas lagunas formativas, por lo que se ve...) y, quizás por ello, no del todo sospechoso de ser racista, aunque en mayor o menor medida todos lo seamos; racistas, machistas, homófobos, clasistas, etnocéntricos, egoístas, cabrones, etc., macro o micro, algo de eso siempre somos un poco, pues incluso el buen conocimiento de un problema no lleva implícita su solución. Una crítica sobre el amor del "experto" hacia la materia de la que se ocupa podemos encontrarla en el clásico "Orientalismo" de Edward Said. 
 
Pieter Hugo: "There's a place in hell for me and my friends"
Para continuar destrozando mi reputación también contaré otro episodio racista-colonial lamentable de mi carrera que fue una instalación pictórica que hice en 2008 durante la Bienal de Dakar, exponiendo allí, poco tiempo después del auge de la crisis de los cayucos, el edificio de la policía de Las Palmas de Gran Canaria. No sé qué argumento irónico y supuestamente sofisticado sobre la constructividad artificial del imaginario trágico tenía en la cabeza para que se me ocurriese hacer esa mierda sin dominar el contexto en el que dicha obra iba a operar. 
"Harmattan" 115 X 195 cm. Óleo / lienzo. 2007
Otros cuadritos monos y el gusto por la investigación sobre África, sin embargo, sí me los traje de ese viaje.
Sector primario 55 x 85 cm. Óleo/ lienzo 2008

De esto también va el asunto de los “límites del humor”; de problemas de figura y fondo. Pienso, en todo caso, que esta formulación (“límites del humor”) es poco precisa, pues el humor es el acto de romper límites, incluso en sus expresiones más inocentes. Si contamos el chiste de la parada de guaguas que dice: “-¿Hace mucho que espera? – Yo nunca he sido pera” ya podemos observar una violencia en el lenguaje, un vacilón con el sentido. Otro de Manolo Vieira, también en la guagua: “¡Oiga, cierre la boca que se le está cayendo la baba! –No importa, tengo más” ya es de una radicalidad mayor, se ríe del mismo acto comunicativo y, de paso, también de algún bobo de baba (que ofrece, por otra parte, una respuesta genial...) De ahí a ser ametrallado por mofarse del Profeta hay unos cuantos pasos (en opinión del cómico David Broncano, éste es el límite: la balacera) pero el mecanismo es siempre romper el límite, destrozar el artificial vínculo de naturalidad del lenguaje con las cosas mismas. Por cierto, creo haberlo dicho ya; yo no soy Charlie.
Me parece detectar un auge del humor en los últimos años. No lo sabría argumentar pero es algo que encadeno a los momentos de crisis duraderas o de cambio a peor sine die, según se quiera entender. Humor y piedad, picaresca y limosna, sarcasmo y lástima son cosas que, quizás por haberlas visto mucho en Berlanga, asocio a vivir en un país de mierda. Hay buen humor últimamente. Sigo a Ignatius Farray, sin duda el Mencey en exilio, y a los godos de No Te Metas En Política (de donde saco el título de este artículo) y es cierto que no les tiembla la voz a la hora de decir las más grandes barbaridades, eso sí, siempre atentos a la creación de un propio contexto en el cual establecen relaciones, supuestamente conscientes, entre lo que dicen, cómo lo dicen y desde dónde lo dicen. Y esas relaciones relativas (sic) son los “límites del humor”. Ahí se brega el sentido y ahí es donde se puede valorar si el que “ofende” está en una posición de superioridad aplastando a alguien vulnerable o si se trata de un juego de fuerzas- risa en confianza- contexto o, si se quiere, antagonista con una situación injusta, lo que en el lenguaje popular se expresa en aquello de “reírse de alguien o reírse con alguien”: hacemos la putadita pero confiamos en que la víctima sepa valorar su gracia, sin enfadarse, para que finalmente todos nos descojonemos.   
Que el cómico Helge Schneider parodie a Hitler me parece no solo inofensivo sino liberador, disipador de muchas de las tensiones ideológicas que aún la sociedad alemana mantiene con su pasado, sobre todo las generaciones más jóvenes, que están aburridas (y quizás, por tanto, potencialmente adormecidas) de la tabarra lacerante que se les ha dado con la historia del Tercer Reich, sin ellos tener culpa de nada. En cambio, que Lutz Bachmann, el líder de PEGIDA (non grato residente en Tenerife), se disfrace de Hitler es sumamente peligroso porque implica que un nazi de tomo y lomo ironice su fascismo tratando de desactivar la acusación que se le hace. Si le dicen nazi a un nazi que se disfraza de nazi quizás no sea finalmente un nazi (así puede llegar a pensar algún despistado...) y por lo tanto es legítimo repetir su gesto porque podemos desmarcarnos del horror histórico, cuando la realidad es la contraria. 
Existen también otros casos incómodos, como la letra de "Atreve-te-te" de Calle 13, (temazo rompedor de cadera, sin duda...) que, en alguna ocasión, ha puesto la propia sensibilidad y trayectoria política de sus creadores entre la espada y la pared por los usos homófobos que otros han hecho de ella. En este sentido, la interpretación del artista sobre su propio trabajo es solo una interpretación más. 
Conviene, en cualquier caso, estar al tanto del caballo de batalla moral de la actual alt-right (derecha alternativa), que es la crítica aparente a la corrección política, una pseudocrítica, más bien, porque se basa en la identificación de determinados temas sujetos al desmontaje (opinar "libremente" identificando criminalidad y raza, por ejemplo) mientras se es profundamente sumiso y seguidista en asuntos que la propia agenda facha (construida por élites económico- mediáticas, cuyo trabajo es formar zoquetes que se consideren "sujetos pensantes") no quiere criticar. ¿Quién dice, por qué y para qué, lo que es correcto en política? En mi opinión, este llamado a la corrección o incorrección política es, en sí mismo, un cumplimiento normativo de mierda que solo sirve para gestionar la pertinencia y aplicación de estereotipos. Ante el panorama moral que plantea la in/corrección política prefiero la metáfora de la figura fondo y el sencillo compromiso de identificar y combatir el fascismo.
¡En fin! El racismo, ¡qué temako! He escrito cuentos megaviolentos hacia toda clase de colectivo oprimido y explotado y, aunque no los haya leído ni Cristo, he creído hacerme cargo de sus posibles efectos encajándolos en una relación figura fondo en donde el carácter literario y ficcional es obvio (empezando por su autor) y lo absurdo de la normalización de situaciones aberrantes ayude a no sé muy bien qué, lucidez, desvelamiento, ta cuá, pim pam. He pintado algunos cuadros de una ordinariez clasista sobrecogedora con los que no tengo mayores dilemas morales. Con otras cosas, sin embargo, sí siento haber metido la pata hasta el fondo sin que, por suerte, me hayan partido la mamona aún. Es lo bueno de fracasar. Así, nunca en la vida me hubiese pintado la cara de negro si hubiese conocido la tradición del blackface, si hubiese sabido de ese contexto, si mi figura no desapareciese en ese fondo racista más amplio. Me la pinté para que (como alguien apuntó en un comentario) se me reconozca al fin como el embajador actual de la cultura afrocanaria. Si Ignatius es el Mencey en el exilio, yo quiero ser – blanco como la leche–  el representante más destacado de la negritud en la Nación Canario- Sahariana que está por venir, rollo risa. O no. No sé. Igual se me fue también. Pido perdón. Por si aca.

 (La verdad de verdad: toda esta historieta de pintarme la cara de negro viene de algo bastante curioso, y es que he estado preparando un dossier para presentarme al concurso de selección de artistas para la Bienal de Dakar 2018, en donde solo se aceptan artistas africanos. En el proyecto, he tratado de reivindicar mi africanidad como canario – esto va en serio – pero no mandé, como es lógico, mi foto de negro. La tentación de fabricarla, sin embargo, era demasiado sabrosa...)