viernes, 14 de octubre de 2011

Tesis, Antítesis, etc.


En el Faisbu, hace algunas semanas, un "amigo de mis amigos" apuntó rápidamente (como ocurre siempre en el Faisbu, entretenida maquinita con prisas) que estaba harto de tener que leerse cuatro libros para poder asistir a una exposición. Por mucho que estemos acostumbrados a escucharla, esta  aseveración no deja de tener su gracia. Me gustaría entrar al trapo del tema con algo más de paciencia y tiempo, escribirme unas cuantas páginas al respecto, pero como es probable que nunca lo haga, les propongo escuchar dos voces distintas para que, parafraseando a Hegel, allá se las compongan ustedes si les interesa:

(VOZ 1.) En nuestra contemporaneidad el arte es una profesión común que no debería diferenciarse sustancialmente de cualquier otra. Como la medicina, la economía o las leyes, los saberes asociados a las artes hay que estudiarlos. El sobrevalorado talento de los artistas no es más que un "tener mano", como se tiene para la cocina, la pesca o la conducción de un vehículo. Si no fuese así convendría que nos replanteásemos la necesidad de la existencia de las universidades de artes y los títulos que éstas expenden. Las artes, al estar dirigidas en primera instancia a la sensibilidad, no son abordables desde las ciencias puras sino desde las humanísticas; existen criterios metodológicos serios que las explican y valoran. La literatura artística, la teoría y el empeño de los críticos son fundamentales para sustentarlas, al igual que la labor de los trabajadores de la industria cultural, que le dan la visibilidad y publicidad necesarias. Tras los cuestionamientos radicales de las vanguardias históricas y la entrada en la postmodernidad, instaladas en sociedades de pensamiento plural en donde los dogmas de verdad son relativos y la certeza de los juicios depende del contexto en donde éstos se formulen, las artes justifican su significación y calidad en el fluir orgánico de su propio medio; en otras palabras, hay que estar permanentemente en conexión con ellas, y en el escenario en donde se exponen, para poder enjuiciarlas. El hecho de que todos podamos, como seres sensibles, disfrutar de las artes no implica que aquellos que no se han formado para ello puedan entenderlas. Nadie le discute sus competencias a un ingeniero titulado ni piensa que la reivindicación pública de su saber específico sea un esnobismo. El arte, por otro lado, no debe ser un juego de mandarines para las élites intelectuales, en tanto que bien social universal, ni un negocio exclusivo para los privilegiados económicamente. Quizás por haberse visto sumidas durante tanto tiempo en el oscurantismo de la subjetividad, las artes demandan, tanto desde el punto de vista crematístico como de proyección de contenidos al conjunto social, un compromiso ético. En un mundo verdaderamente democrático ética y estética deben caminar de la mano, ya que el arte es el encargado de construir el imaginario en el que habremos de reconocernos en el futuro.

(VOZ 2.) El conocimiento del arte es intransmisible. No se puede enseñar. El arte le habla a cada sujeto por separado, de tú a tú. Cualquier intento de traducción de esa transferencia de sentido privada entre objeto e individuo supone una depotenciación y desvirtuación del arte mismo. Establecer un contacto profundo con las artes no requiere de ninguna instrucción específica, todos podemos llegar a estar en relación íntima con ellas si en algún momento de la vida hemos experimentado un acontecimiento de conciencia estético. Este puede llegar a nacer de múltiples formas- incluso sin darnos cuenta- ya sea a través de un episodio vivencial importante, gracias a una gran empatía con determinadas creaciones o de un largo periodo de reflexión. Se trata de un fenómeno que nos instala para siempre en un núcleo esencial, que es de la poesía. Los conocimientos accesorios de naturaleza intelectual (históricos, filosóficos, psicológicos, lingüísticos, etc.) solo sirven como somera orientación hacia ese núcleo oscuro, y no nos salvan de poder pasar una vida entera perdidos en la selva de los sofismas huecos y las teorías desligadas de cualquier necesidad, sin que el acontecimiento suceda. El arte está en contra de la cultura, si por cultura entendemos el común de las prácticas sociales ideológicas establecidas. Las instituciones culturales contemporáneas, en su afán por domesticar el fenómeno estético encorsetándolo con esquemas  importados de las ciencias sociales, empañan el auténtico valor de las artes, convirtiendo de forma arbitraria el irreductible poético en mercancía. La supuesta objetividad de los juicios de los "expertos" y "profesionales" adaptan la creación, su radical libertad, a la lógica del consumo. Siendo así su sentido mensurable, justificable, razonable, es fácil etiquetarla con un precio. El artista debe en todo caso enfrentarse por norma a este mecanismo de perversión en el proceso de alumbramiento de la obra, aun sabiendo que su trabajo terminará siendo fagocitado por las fauces del dinero. Incluso en el mayor de los ruidos, incluso como obra colectiva, el arte nace del recogimiento, de la oscuridad y del silencio. Todo proyecto, incluso el más faraónico, se puede comprimir en un dibujo en un papel, en unas pocas palabras, como huellas que no valen nada y lo valen todo; las artes están más allá de cualquier uso instrumental porque van dirigidas solo a la sensibilidad particular de cada individuo, en donde quedan encerradas. El arte puede florecer bajo cualquier ética, ser asesino o bondadoso, pues representa al ser humano en su complejidad. Su moralidad es irrelevante. Apelar a ella significa juzgar al artista no como tal sino como ciudadano.