lunes, 13 de febrero de 2012

Pensar que se cree (apuntes rápidos sobre "Creer que se cree" de Gianni Vattimo)




La religión cristiana en Occidente se erige como una gran metaficción mediante la cual las personas consiguen explicarse falsariamente su origen último para conjurar el pánico atávico que les produce el reconocerse como un simple producto del azar en el devenir cosmológico. Creer actúa como una suerte de bálsamo espiritual, autoaplicado, con el que darle un sentido ordenado a la vida apelando a una instancia trascendental superior, Dios, un (otro) mito primitivo creado ante el fuego de la caverna para combatir a la noche y las obscuras fuerzas de la naturaleza, pero devenido con los siglos en un vasto decálogo de laberínticas arbitrariedades narrativas- la Teología- sin fundamento comprobable y que, para colmo, pretende implantarse como texto canónico en base al cual se puede juzgar y regular el comportamiento humano. En el peor de los casos, que es el más frecuente, la religión ni siquiera supone más que el acatamiento acrítico de una serie de prácticas y costumbres, llevadas adelante como el burro que, por imposición del amo, carga su fardo. Ya es la hora de la misa: Languidecen en la iglesia los viejos pacatos e ignorantes embalsamados en olor a incienso, rezando, levantándose, arrodillándose y cantándole a un trozo de madera en forma de cruz mientras el cura, ceremonioso, dirige la farsa rutinariamente, con cara de no creerse nada, un oficiante y unos parroquianos obstinados en perpetuar un rito oscurantista que a fuerza de repetirse forma ya parte ineludible de sus conciencias, más allá de cualquier discurso cabal o hecho empírico verdadero. Hablando en plata, la religión, y aún más la “nuestra”, es una soberana mentira, sin pies ni cabeza, una fantasía en el imaginario popular como lo es el universo de Star Wars o la Tierra Media de Tolkien, y su Iglesia la institución más alucinante, demodé, chocha y demencial al tiempo que poderosa e influyente socialmente, a la que habría que separar de todo lo público, ya, pero ya… con la que está cayendo y encima el Papamóvil colapsando la ciudad.

Esto es, en resumen, lo que yo pensaba de la religión hace unos quince años, cuando era heavy y hacía mi particular lectura adolescente del Nietzsche más black metal. Sin embargo, este periodo solo fue un corto momento puntual de furibundo coraje juvenil, porque en realidad, desde siempre, le he prestado muy poca atención a los asuntos religiosos.

Como ha sido tradición en mi familia y en una gran parte de la sociedad que me vio nacer, fui bautizado e hice la comunión. Del bautismo no recuerdo nada. De la comunión los regalos. Hacer la comunión era guay porque te daban un montón de regalos a cambio de aguantar la catequesis durante meses, esa sí, una comida de bola alucinante, sin sentido, en la que te instaban a “ser bueno” con cuentarrajos que había que tener por reales sobre un tío capaz de caminar sobre las aguas, como si fuera un X-men, resucitar y volar a los cielos. Tras esta ceremonia protocolaria acabaron para siempre, salvando los ocasionales entierros, mis encuentros con Dios y sus coleguis. He sido, en suma, un ateo por defecto, un ateo natural. Nunca creí. Fui a un colegio e instituto público laico y elegí siempre la opción de asistir a la clase de ética, en vez de a la de religión. De este modo, habiendo tenido un contacto prácticamente nulo con la Iglesia, la naturalidad de mi ateísmo ha reducido hasta el máximo mi encono hacia los religiosos y las creencias particulares. Con excepción de mi corta fase de proselitismo ateísta metal, no he hecho apología o doctrina de mi falta de fe, y por ello no tengo resquemor hacia los creyentes, precisamente porque la religión siempre me la ha traído floja. Allá ellos con sus cosas. Para mí, Dios no existe. Cuando te mueres, se acabó. Pantalla en negro, the end. En el Cielo solo hay soles y galaxias y cosas pallá pal coño, que ni me van ni me vienen, y el Infierno no está en el centro de la Tierra, donde solo hay magma fundido, sino sobre su corteza, en la que habitan una gran cantidad de hijos de puta, de carne y hueso, con los que me tropiezo muy a menudo. Esta falta de mala baba y de odio al culto, que sí puede observarse en muchas personas progresistas que se educaron durante el nacional- catolicismo franquista o, posteriormente, en algunos colegios religiosos en donde se imparte una doctrina cristiana literal, estática y represiva, me situó muy tempranamente ante el escalón del agnosticismo, “¿Hay algo?- me pregunté en su día- Como no lo sé, ni creo que lo haya… a otra cosa mariposa” estadio éste de la fe en el que me encuentro, como no, flipando eventualmente con los condones del Vaticano o el amojamamiento del Sr. Rouco.  Sin embargo, y por algunas razones que trataré de explicar, me he hecho en los últimos años, aunque ni crea ni rece ni comulgue, un poquito más christian friendly.

Yendo un poco más allá del reconocimiento tópico y atinado de que existen “curas buenos”, creyentes que han tratado de ayudar a gente por un compromiso ético fruto de sus principios religiosos, empecé a reconocer en mí cierta sensibilidad hacia estos temas hace años leyendo la monumental novela “Los Hermanos Karamazov” de Dostoievsky, de la que no me acuerdo demasiado, pero que consiguió en su día darle verosimilitud a algunos de los puntos clave del hecho religioso, eso sí, en clave apocalíptico- ficticia; el “asalto” de la fe, la insoportabilidad de la finitud humana, el libre albedrío, etc. en un magistral diálogo entre dos de sus protagonistas, los hermanos Aliosha e Iván Karamazov. Mi Pacto de No Agresión respecto a lo religioso se ha fundamentado en buena parte gracias a las manifestaciones estéticas. Desde siempre he sentido una fascinación absoluta por las iglesias y catedrales. Auténticas instalaciones, en ellas se dan cita muchas expresiones del arte simultáneamente, performance, pintura, escultura, arquitectura, música… Son centros de reunión y culto, cementerios, cámara de las maravillas, tesorerías, puzzles constructivos, espacios, a veces en ruinas, en continuo palimpsesto que pican la curiosidad del espectador, acogido  en un cuerpo estético encerrado en sí mismo y rebosante de detalles biográficos. Las iglesias son para mí imanes de una tremenda fuerza que arrastran hacia otro tiempo pasado, y como tales las valoro en contraposición al omnipresente paradigma direccional temporal del progreso, son fósiles antiguos, mastodontes viejos, (cierto es que las intervenciones modernas en las iglesias me producen suspicacia), solemnes, a cuyo lado los museos de arte moderno y los cachivaches innecesarios que dentro cobijan me dan un poquito de vergüenza ajena. No recuerdo quién mandó a grabar una lápida en Notre Dame contando cómo se había convertido al cristianismo al descubrir la catedral parisina, pues la existencia de la misma, su majestuosidad, ya era suficiente prueba de la existencia de Dios. De la existencia de los hombres, diría yo.

Me va ese aura, sí. ¿Y qué? Un "aura fría", diría uno, una expresión del “rito sin mito”, diría otro, un aura secularizada preferiría decir yo, suscribiendo en parte la tesis que Gianni Vattimo plantea en su libro “Creer que se cree”, no porque me lo crea (aún no creo que creo) sino porque me resulta amigable, me cae bien, me parece valiente que alguien, quizás con un poquito de voluntarismo, "quiera creer" en alguna otra cosa que no sea el “lo que hay: si te gusta bien y si no te lo comes igual", como diría el primer Rayco Ancor.

Vattimo es uno de los filósofos contemporáneos, junto a Agamben o Žižek, que ha decidido sacar del armario el legado cristiano para interpretarlo desde la postmodernidad, tardomodernidad, esta modernidad de hoy en día, o como coño quieran llamarla. Vattimo, que es homosexual, comunista y cristiano, hace en su libro una semblanza personal de su fe, apenas la adorna con su teoría filosófica del debilitamiento sin encorsetarla en ella, y la apoya en una idea principal: la secularización. Según él, el objetivo o fin último de la religión cristiana, algo que está en las mismas Escrituras, es su completa secularización.

Jesús predica solo una revelación de la fe incuestionable; el principio del amor o caridad. El resto de "textos" (hechos, escritos, tradiciones, ritos, obras de arte, etc) que se producen en nombre de Dios deben orientarse y entenderse como vías hacia el cumplimiento mundano de este principio. “Secularización como hecho positivo significa que la disolución de las estructuras sagradas de la sociedad cristiana, el paso a una ética de la autonomía, al carácter laico del Estado, a una literalidad menos rígida en la interpretación de los dogmas y de los preceptos, no debe ser entendida como una disminución o una despedida del cristianismo, sino como una realización más plena de su verdad, que es, recordémoslo, la kenosis, el abajamiento de Dios, el desmentir los rasgos “naturales” de la divinidad. (…) La secularización, esto es, la disolución progresiva de toda sacralización naturalista, es la esencia misma del cristianismo.”

Dado que el legado cristiano se supedita a la máxima de la caridad, todos los textos deben ser interpretables (y criticables y rechazables) bajo esa única luz insustituible, Credo y Padre Nuestro incluídos (¿por qué no Madre Nuestra?- llega a adelantar Vattimo) “La interpretación personal de las Escrituras es el primer imperativo que las Escrituras mismas nos proponen” y así “desde este punto de vista no es en absoluto escandaloso pensar en la revelación bíblica como en una historia que continúa, en la que estamos implicados. (…) La revelación no revela una verdad-objeto; habla de una salvación en curso.”

Al pensar en esta óptica interpretativa algo happy, podríamos esbozar un gesto irónico y decir: “ ...así cualquiera”. No sé si este camino hacia Dios, que pasa por el libre examen del ingente legado cristiano para realizarlo en el más acá, le parecerá algo laxo al común de los creyentes y sobre todo a la Iglesia más hardcore, pero desde luego que le quita al miedo al profano a la hora de enfrentarse a un texto religioso, de no pre-juzgarlo, y verlo como cualquier otro texto que debe ser contemporaneizado y contextualizado. Pienso en “El Evangelio según San Mateo” de Pasolini, una soberbia película cargada de un auténtico sentimiento religioso, y realizada por uno de los mayores herejes del s.XX. Pienso en las “experiencias interiores” de Bataille, la condición del propio Vattimo como militante gay o en algunos pocos amigos de cuyo criterio me fío y que por diversas razones que no he terminado de entender se han ido adentrando en el cristianismo, y en contraposición pienso en el mundo en el que vivimos, el de la religión capitalista. Sí, no hay por qué asombrarse; religión capitalista. En una de sus discutidas raíces etimológicas, la palabra religión parece proceder del verbo latino religare, que significa "volver a unir", algo muy acorde al espíritu de la globalización. 

A esta tropa de “cristianos de la catacumba”, outsiders del culto, creyentes o no, los entiendo (y perdóneseme la paradoja) como ateos; gente que no se traga el sistema-mundo actual de las cosas, el paradigma del fin de la historia, a los que les resulta inconcebible no creer en otros posibles, en otros ordenes políticos, en otro tipo de relaciones entre las personas, en el Otro, que no temen aquello que no es "comprobable científicamente”, porque la religión imperante- que no es el cristianismo- ordena que, por ejemplo, atendiendo a las leyes lógicas y naturales de la economía y la democracia de mercado, llevadas adelante por serios expertos con el mismo semblante de aquellos otros que antes discutían acerca del sexo de los ángeles, ahora nos tengamos que apretar el cinturón, y se lo va a apretar su puta madre, hijos de la gran puta.



          
Vattimo conoció a mi padre en los noventa y le regaló una botellita de esta colonia, que aún conservamos en casa, casi llena, una fragancia con la que (de esto sí doy fe) es absolutamente imposible seducir a mujer alguna.