miércoles, 10 de agosto de 2011

¿Se vale to?


Sacar conclusiones generales certeras a partir de ejemplos particulares requiere de un método analítico riguroso, es una tarea científica que sin embargo hacemos a diario instalando por aquí o por allá, cuando la dicha es mala, los así llamados prejuicios. Éstos, al haberse formado sin un proceso de razón anterior son más bien no- juicios, concepciones defectuosas, certezas aparentes, sofismas. Uno de ellos es aquel que dice que en el arte todo vale. Este supuesto prejuicio se manifiesta de dos maneras, una llamémosla inocente y la otra eufemística: La inocente suele aparejarse a la ignorancia y se sazona por lo común con desprecio, expresándose en frases tópicas como "eso lo hace mi hijo de cuatro años". La eufemística es algo más alambicada y se sirve de la socorrida fórmula cultureta de la "justificación institucional". Si la institución del arte, los expertos y profesionales, llegan al acuerdo de que algo es arte y así lo dejan manifiesto ingresando esa expresión de la creatividad en los canales propios del arte, entonces es arte. Sus razones tendrán. Son expertos.

El que aboga por el prejuicio número uno, naturalmente, no le dará ningún crédito al que defiende el segundo, y el experto a su vez, si tiene buen corazón y no se realiza espiritualmente mareando retruécanos con sus amigos sabedores procurará iluminar con paciencia al profano mediante una gran batería de explicaciones dirigida desde la máxima del "hay que entenderlo". Lo convencerá de que no todo vale, que existen criterios y por lo tanto consensos entre los conocedores, pero jamás podrá negarle que en un momento dado, en condiciones específicas, todo pudiese valer. En suma, hara mutar su burrismo inicial hacia una refinada impotencia, porque si realmente llevamos la cuestión del valor hasta sus últimas consecuencias veremos que en las artes plásticas de hoy no existen patrones sólidos que ayuden a explicar la pertinencia de las obras de arte y que se situen más allá de los vaivenes del gusto subjetivo.

Hace cerca de año y medio que me volví loco. Dejé de hacer una serie de cuadros que se ligaban entre sí mediante complicadas justificaciones teóricas (esto es lo que se decía y que incluso me llegué a tragar, imbécil de mí) y de buenas a primeras me puse a pintar disparates, caprichos, extravagancias. Un día flores, otro una pintadera canaria, una letra "S" o un cuadro parecido a los que hacía antes, sin ningún criterio aparente o intención inteligible. Sobre los nuevos trabajos he recibido respuestas diversas. Algunos me han felicitado "¡Bravo, al fin estás pintando!", los más se han callado y otros, estupefactos, me instan a que vuelva a lo de antes o al menos confían en que este periodo virulento se me pase y empiece a hacer "algo maduro". Madurez quiere decir cosas que se parezcan entre sí, con un "estilo reconocible", obras con "discurso","tesis", "tesinas", etc. Estas respuestas me han llegado tanto por parte de profanos como de profesionales, alternadamente y sin distinción. Yo, solano en mi estudio, me parto el culo.

Es de lamentar pero en el arte actual, por desgracia, todo vale (o podría valer). Ese pensamiento es muy molesto y nos sitúa otra vez, una puta vez más, en el tablero liso del nihilismo. Los parámetros para certificar calidades, las herramientas para el consenso no dependen ya de una norma del gusto ni tan siquiera epocal (no digamos universal) por una serie de razones complejas que vienen de viejo y que más que entenderlas como proposiciones lógicas, las sentimos. El nihilismo es más epidérmico que cerebral. La filosofía, me dijeron en las primeras clases del Instituto que recibí sobre esta materia, se define como "el pensamiento llevado a sus últimas consecuencias". Los expertos de hoy, en materia estética, solo pueden, por cuestiones históricas que superan sus capacidades, declararse "partidarios de", en el "equipo de", y en ese terreno desplegar su sapiencia y supuestos juicios. Así ocurre que no llegan a acuerdos acerca de las cosas aparentemente más básicas. Grandes figuras públicas de la crítica opinan que a día de hoy toda la producción artística que se ve en la Institución está, con solo nacer, depotenciada y privada de cualquier artisticidad verdadera. Otros igual de bien preparados opinan que el nivel general de calidad en las obras de arte actuales ha alcanzado un cenit comparable a épocas como el Renacimiento italiano. Y es probable que los dos expertos escriban en la misma revista. La revista, al final, es lo único que sustenta el arte. No sirve de mucho, pero al menos aquí se lubrican los mecanismos teóricos para que el canapé inaugural con vino tinto baje por el gaznate. En la vida cotidiana del artista ocurre igual. En varias ocasiones, algún crítico sapientísimo ha juzgado una obra mía concreta como el bodrio más espantoso hecho jamás por un ser humano, y al día siguiente otro señor o señora igual de docto ha alabado la pieza con gran entusiasmo. A cualquiera que haya pintado tres cuadros le ha sucedido lo mismo.

Los criterios para el consenso del juicio estético nacen en los cuarteles de los diferentes grupos de afinidad. Y esa afinidad no tiene ningún fundamento en el gusto, en una Norma viejuna, sino en lo que un profe mío llamaba la "gana". A una persona le gustan las albóndigas y a otra los mejillones; tú te dejas cresta en la cabeza y yo me peino la raya al medio, afinidades y preferencias sustentadas en la más pura ideología, en la deontología de club, en las páginas de los estatutos de sociedad. La norma del gusto existe- la de la gana, más bien-, qué duda cabe, después de todo a veces nos conseguimos entender entre los coleguitas del propio cenáculo. Para algo somos coleguitas. ¿Les gusta Pepe Dámaso? ¿No? Puede parecer increíble, pero hay especialistas a los que sí.