jueves, 9 de agosto de 2012

En defensa del perroflauta



No hace falta poner ejemplos: La cosa se está poniendo dura. La peña se está lanzando a la calle en masa, personas que hasta hace bien poco no habían tenido mayores querencias con las reivindicaciones sociales, que se consideraban apolíticas, “pasaban de todo” o ironizaban incluso hacia los nulos efectos de las manifestaciones, a sus ojos, congregaciones de borregos coreando estupideces que al día siguiente solicitan un crédito al banco, como todo hijo de vecino. El panorama ha cambiado. La presión de los de arriba se hace insoportable. Ya no hablamos de la defensa de unos vaporosos ideales utópicos sino de acciones directas en contra del saqueo a nuestras carteras. Nos sacan la puta pasta de la cuenta, así de sencillo, nos echan de nuestras casas y trabajos, algo que ya no podemos tolerar sin al menos alzar una voz de protesta. Ahora agitamos las pancartas de cartón y ladramos consignas revolucionarias sin demasiada vergüenza, pero eso sí, mucho ojito: que a nadie se le ocurra confundirnos con perroflautas.

De entre “los nuestros”, el perroflauta es el ser mas odiado por el común de la masa que grita en las calles a partir del Quince Eme. Se oye a menudo “Si hay perroflautas me piro a casa” “La reunión fue muy seria. Ni un perroflauta” “Los políticos tienen que entender que esto no es una manifestación de perroflautas”, etc., pero antes de entrarle al trapo, les enlazo un entremés que nos pondrá en situación, un cuento de Rayco Ancor que ilustra estupendamente el encono hacia estas gentes.

El perroflauta, con su can y su instrumento, es un hijo legítimo del ya ilustre movimiento hippie, aunque de carácter más urbanita. Menos conectado al ritmo holístico de la naturaleza que al couchsurfing, se trata de un hippie posmoderno y como tal descafeinado, con una estética cercana a la del rastafari y el punk, y alejada del cromatismo flower power. Se le dice perroflauta a aquel joven menor de treinta y cinco años, frecuentemente estudiante universitario, que se dedica a diversas actividades no reguladas como la música callejera, el malabarismo, la pequeña artesanía, los trabajillos en negro, el menudeo de drogas (¿es o no encantadora la palabra "menudeo"?) o la simple mendicidad. No obstante, muchos, si no la gran mayoría, reciben una asignación mensual de su familia que les permite gozar de enriquecedoras experiencias espirituales tras el pago por una plaza de avión en ruta transoceánica. Tirados, cuentistas, poco serios, flipados, gorrones y chaflamejas, el perroflauta levanta ampollas en la conciencia del buen ciudadano trabajador de la clase media. Pero no nos dejemos confundir: si acaso no son lo mismo, tanto los hippies como los perroflautas provienen de las clases medias y altas, perteneciendo así a la clase social mayoritaria que se ha lanzado a las calles a partir del Quince Eme, si exceptuamos a los mineros. El perroflauta representa una suerte de enemigo interior, y ya sabemos que es en las guerras civiles en donde el odio más se intensifica, pues la traición del hermano es la que más duele. 



Fredo Corleone (dcha.) traicionó a su hermano Michael (izq.) y pagó con su vida.

Yo, como muchos, también aprecio poco al perroflauta. Pero haciendo un esfuerzo por cuestionar lo que me viene dado, me pregunto si debería dejar de mirarlos con la suficiencia característica de esta clase media a la que pertenezco, que se siente sujeto histórico de Occidente y tiene una autoestima muy por encima de sus virtudes morales. 

Si no nos obsesionásemos tanto con el perro, la flauta y los dreadlocks, y nos preguntásemos qué es lo que marca la diferencia de hecho entre nosotros y ellos- pues somos hijos de la misma madre- nos daríamos cuenta de que se trata de su inadecuación al círculo de producción y consumo. Al individuo de clase media lo que le cabrea de verdad es que el perroflauta "no haga nada" mientras él se rompe el espinazo a trabajar, que no produzca y quiera consumir, que toque la flauta y gaste dinero ajeno, en definitiva, que sea un hipócrita: no da y toma como el que más. Este odio es un clásico del pensamiento reaccionario y se utiliza mucho para desprestigiar cualquier iniciativa de redistribución económica y política social. "¿Por qué tengo que pagar mis impuestos para mantener a estos parásitos?" suele decirse, una pregunta que aquí en Alemania enciende los debates a propósito del controvertido programa de reestructuración del mercado laboral Hartz IV.


Dreadlocks. Hasta hace bien poco pensé que los característicos pelos del rastafari, llamados en argot "grelos" y muy habituales entre perroflautas, se denominaban así por su semejanza con la verdura homónima. 

Yo nunca he entendido muy bien por qué no hacer nada es tan malo. Pienso que una sociedad sana sería aquella que tuviera un nivel de paro del ciento por ciento, todos gozando de una vida pagada por el Estado, a nuestra entera disposición. Entiendo el trabajo como la maldición bíblica, la condena a la que estamos predestinados y que nada tiene que ver con el dedicarse a fondo a un asunto o llevar una vida activa, desde mi punto de vista algo espiritualmente necesario (aunque sospecho que esto podría ser un prejuicio de herencia calvinista). Así, identifico la concepción común del trabajo (el curro) con la alienación y la crítica hacia los altos niveles de paro como el mayor de los despropósitos. Que trabajen las máquinas. 

Hay una palabra comodín que se emplea con frecuencia en el contexto de la clase media y que es tan respetada como ambivalente: la normalidad. Las personas normales. ¿Y no será que todo este ser "normal" (Playstation, Mercadona, jogging, Zara, sueldo, iphone, marcha, Visa, monogamia, coche, contrato, vacaciones, crédito) es la clave discursiva mediante la cual se nos exigen obligaciones arbitrarias, como la de la austeridad y la productividad, que vienen aparejadas a procesos también “normales” de la economía, como si la lógica de la economía, así en abstracto, fuese algo natural? Fuera ya de comentarios más o menos banales sobre los entrañables perroflautas, lo que parece empezar a aclararse en las explosiones sociales que ocurren últimamente es que en la economía no existe nada ni normal ni natural, así en nuestra era neoliberal como en la difunta Unión Soviética, pasando por la tribu amazónica. Es en cada uno de esos marcos económicos en donde la palabra normal cobra sentido y sirve como patrón de juicio. Así, si realmente creemos, cuando sostenemos la pancarta en la manifestación, que la democracia neoliberal es injusta e insostenible, que solo es uno de entre tantos otros tipos de sistemas económicos, deberíamos ser más listos a la hora de identificar al enemigo, que no es, ni por asomo, el perroflauta. 

Si a una persona normal se le dice: "Fulano trabaja un montón y está ganando cuatro mil euros mensuales" recibirá esta información como una buena noticia. Sin embargo, si se le dice "Zutano gana menos de quinientos euros trabajando muy poco" verá a dicha persona, con algo de lástima, como a un desgraciao infeliz. Y sería socialmente más saludable que pasase lo contrario. El aprecio al dinero está en la masa de la sangre de la clase media. Convendría revisar quién es más hipócrita cuando se manifiesta por un cambio de sistema que precisamente se alimenta de una correspondencia concreta entre actividad productiva y consumo,   que no tolera cambios de relaciones entre ambas esferas, pues tanto la sobreproducción como el consumo excesivo (cada contexto histórico y geográfico tiene su propia correspondencia, que no tiene porqué ser equilibrada para ser "natural") pueden llevar al sistema al colapso.  

En este juego de translocaciones de valores y roles podríamos proponer al yuppie como escoria social, como parásito a escachar, lo que ocurre es que los yuppies son personas educadas, trabajadoras, racionales, bien vestidas, sibaritas, amantes de la buena vida y algunos de ellos poseedores de una gran cultura, en definitiva, pueden llegar a ser personas encantadoras en los esquemas de deseos de la autodenominada mayoría, lo que no les libra de que algunos (sin duda, una minoría entre ellos, quizás el mismo número que de gorrones entre los perroflautas) especulen y monten unas catástrofes financieras alucinantes que llevan a muchas otras personas a la miseria y a la muerte. En España se batalla por la paga de Navidad, pero no hay que olvidar que en otros lugares la especulación con materias primas o medicamentos está llevando, en este mismo instante, a miles de personas a la muerte. 

¿Entonces, por qué carajo nos brota de dentro un sentimiento de desprecio fascista cuando vemos a un círculo de perroflautas formando parte de "nuestra" manifestación de personas “normales” y sin embargo nos resultan tan amables las formas y aspiraciones de los especialistas en hacer dinero? No propondré desde aquí el salir a la calle a reventar a palos a los businessman pero sí, quizás, a tenerle un poco más de aprecio, en contraposición, al malabarista del semáforo, el músico callejero o la piba (o pibe, que ya me he atragantado de clichés clasistas repitiendo el término perroflauta) del puestito de pulseras, pues está visto que las revoluciones reformistas de clase media, tras su periodo de lucha, acaban integradas de nuevo en la lógica del capital, que es capaz de reforzarse con todo aquello que lo cuestione, siempre y cuando pueda generar dinero. 

La única manera de acabar consecuentemente con el capitalismo es la práctica de la miseria. Pero la miseria tiene un sabor demasiado amargo. Hasta que podamos resolver la aparente contradicción de querer ser más pobres para ser más ricos (recuperar nuestra verdadera riqueza, como planteaba Benjamin) les dejo con un tipo con pinta de yuppie, tan bien trajeado como buen flautista