domingo, 9 de enero de 2011

De qué hablo cuando hablo de correr (otra opinión)


"De qué hablo cuando hablo de correr" es el título de un libro del japonés Haruki Murakami, que además de dedicarse a escribir, también participa con asiduidad en grandes maratones. De Murakami solo leí hace tiempo "El elefante desaparece" pero en alemán ("Der Elefant verschwindet"), cuando mi conocimiento de ese idioma era muy rudimentario, así que no estoy en condiciones de opinar nada sobre este autor. Apenas recuerdo un bonito pasaje en el que un personaje joven encontraba tremendamente sexy a una señora de setenta y dos años. Cual sería mi decepción cuando reparé tras muchas páginas en que la señora tenía veintisiete. Benditos números en alemán al revés.

El día veintitrés de este mes me he apuntado a la Maratón de Las Palmas, a la media maratón, 21Km. Durante todo este año he ido frecuentemente a correr aunque de manera caótica, solo, sin gente que sepa, y me apeteció probar fuerzas en una competición. Por lo pronto solo he llegado a los 18Km. con unos dolores en las patitas muy lindos. Me quedan pocos días para llegar a la marca antes de la competición y mi peor enemigo son las cervecitas a mediodía tirado en la playa, vividor.

Como el señor Murakami, también creo que se puede hablar muchísimo de correr, o al menos divagar sobre el tema. Lo creo no porque tenga razones de peso de gran intelectualidad, sino porque cuando se está dando pata se piensa mucho al estilillo de C H O C A O, cosas de aquí, cosas de allá, boberías y asuntos importantes mezclados, un soliloquio agitado por los botes del trotar, fruto de la soledad del corredor de fondo.

Aunque correr es el deporte más practicado del planeta a mí interesa más como ejercicio primario que como actividad deportiva federada, siendo el más sencillo de los esfuerzos humanos. Todo el mundo con piernas sabe qué es correr. Es cierto que se tarda algo de tiempo en cogerle el gusto. Las primeras carreras suelen ser odiosas, de lo más desasosegantes, casi dolorosas. Hasta que el cuerpo no se acostumbra, correr es un puro sufrir, pero si se es constante y si se estira adecuadamente, después de unos meses la práctica de esta disciplina es una delicia. No solo se pone uno a tono muscular y cardiovascular sino que se coge vicio, en el sentido más depravado e insano de la palabra: el cuerpo segrega unas endorfinas o adrenalinas (o algo parecido que termina en -ína, como la cocaína) que coloca y altera los estados de conciencia. Por la pista de entrenamiento, cientos de personas sudando corren junto a nosotros, tipos y tipas que en realidad son unos drogadictos, unos enganchaos. Quítele usted sus carreras a un runner sectario y lo mandará a la más profunda de las depresiones. A mí personalmente estar sano me importa algo, un poco (por otra parte suelen ser frecuentes en las maratones los desfallecimientos, infartos, impactos en el pecho, diarreas y vómitos de toda índole) pero lo que realmente me llama de todo esto es colocarme bien, día sí, día no, sustituyendo la resaca por las agujetas, y sin destrozarme el alma en la disco con químicos de extraña procedencia, pagando copas a precios abusivos en medio del chunta chunta, aunque esto, una o dos, o tres o cuatro, veces al año no hace daño. Tras una buena carrera brota el optimismo y la vida es maravillosa, pero no nos engañemos: estamos puestos hasta el culo. Al día siguiente el mundo es igual de infernal que siempre, lo cual nos lleva de nuevo a la pista de entrenamiento en busca de salvación, yonki, yonki. 

Correr me recuerda de refilón al arte burgués, aquella esfera autónoma dentro de la sociedad que  trabajaba por la emancipación ideológica, en nuestro caso, una emancipación física, biológica. ¿Correr ayuda a hacer flexibles las tensiones del capital? Es probable. La tensión, por ejemplo, de comer como una bestia ansiosa queso fundido y deliciosas hamburguesas y pata de cerdo con alioli, qué rico, regado todo con cerveza o clipper de fresa, y de postre un pedazo grande de tartaleta rellena de crema con chocolate por encima, con unos buenos trozos de chocolate, criando panza, viendo la panza crecer y deprimiéndonos con la panza, lo que nos lleva de vuelta al asalto a la nevera, operación que traerá por momentos, mientras deglutimos algún manjar, un poco de paz. "A partir de los treinta si no tienes panza eres gay", me dijo una vaca marina hace poco, razón por la cual las masas de focas se dirigen en masa a comprar equipamiento deportivo al Decathlon, marca Kalenji. Correr es bueno para perder sobrepeso, qué duda cabe, pero es mejor para poder embostarse bien después de cada sesión, colocado además; zampar tras una buena borrachera (de endorfinas o alcohol) al llegar al hogar es una de las grandes maravillas del mundo. La pasta con aceite de oliva se la dejo a los gurús de las medallitas.

Más que emancipador, correr es literalmente un escapismo. La pregunta es de qué o de quién. Dejando de lado la cuestión de los kilos o la absurda competitividad de los frikis de los segundos y centésimas, correr es sentir la necesidad de largarse a alguna otra parte mental y física por oscuros motivos. "El que está bien no se mueve" dice el refrán, y no conozco otra imagen más elocuente y popular de la felicidad que aquella figurilla de plástico fosforescente de Buda, el gordo sonriente, así como tampoco conozco otra imagen más estúpida que la cara de subnormal americano de Forrest Gump, un corredor de los buenos.

Correr desde esta óptica, paradojicamente, embrutece y libera. Corremos como locos escapando de quién sabe qué y esta auto persecución paranoica nos produce un efímero placer químico natural, tan natural como lo es el peyote, tan natural como hacerse decenas de kilómetros sin razón aparente ni ser perseguido por bestias salvajes, porque no hay ninguna necesidad real de correr si no vivimos constantemente apoltronados y nos alimentamos con mesura. Correr es doparse contra la vida ciudadana, un remedio a una situación físico y mental determinada (no hablaré de la cinta de correr, epítome del absurdo postmoderno que acerca la condición humana a la del hamster enjaulado) y no un fin, que prodigiosamente, sí acaba siendo un fin, no sé si me explico. Creo que no. No importa. 

Me contaba mi madre que hace años en Tejeda, el pueblo de donde procede parte mi familia, dos corredores pasaron frente a un viejito y este exclamó: "¡A estos el Cabildo les paga bien!". Es muy seductor pensar que el running amateur es totalmente de gratis, no cobramos un duro y al mismo tiempo es puro gasto, derroche de energía. Mi idea de buen corredor no suda la camiseta Kalenji para reducir michelines, ponerse más buenorro o batir marcas numéricas, sino que lo hace por la cara, porque sí, porque un buen día decidió caminar más rápido, poner el cuerpo en mayor desequilibrio, recuperarlo dando grandes zancadas, forzando la respiración, palante, ¡dale, coño, dale! Desde que nos ponemos a tono muscular/cardiovascular para no lamentarnos con los rigores de las primeras sesiones, de modo que podamos correr sin sufrir, gastando la energía progresivamente, en una buena carrera pasamos por momentos álgidos en los que nuestra percepción de las propias fuerzas se altera, podemos mucho más, nos sale el Übermensch del esfuerzo físico y seríamos capaces de invadir Polonia, o al menos llegar hasta allí corriendo. El efecto dura varias horas después de la carrera, a veces días enteros si le damos al vicio muy fuerte, y sinceramente se queda uno de putísima madre. Por ahora no se me ocurren más cosas. Hoy me toca del Club Náutico de Gran Canaria a la Playa de La Laja, all the way, hin und zurück. Ya les contaré de la maratón. 



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