Cuando era un adolescente, aquel tópico que reza "el que no es comunista con veinte años es que no tiene corazón y el que lo es con cuarenta es que no tiene cabeza" (o algo así era) me daba una rabia fuera de toda medida, como suele ocurrir con todos aquellos corsés que el "sentido común" nos impone para un futuro que aún no somos capaces de imaginar y que, curiosamente, los demás sí pueden. Hoy esa frase me gusta, me hace gracia, porque cuanto más viejo me hago, más comunista me vuelvo, quizás no sea esa la palabra pero ¿cómo decirlo?... cada día me cago más en la puta madre que los parió, así en bruto y con una sonrisa de regalo. Por eso me encantan los casos que confirman aquel topicazo pragmático pero a la inversa, los viejos enardecidos, las señoras y señores mayores incendiarios que en su juventud fueron un poco más conservadores, más fachillas o quizás tan solo temerosos de las vengativas fuerzas contrarrevolucionarias del "lo que hay". Un ejemplo, aunque desde luego que no es el más paradigmático, es Thomas Mann. Personificación durante toda su vida del perfecto burgués, que es el que llega a criticar a la burguesía, fue antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial un nacionalista alemán declarado y ferviente antidemócrata, que acabó lustros más tarde exiliado de su país en contra del régimen nazi y defendiendo radicalmente los principios de la socialdemocracia, cuando ésta significaba algo, cuando era de izquierdas.
Tras leer "El artista y la sociedad" de Mann, una compilación de artículos, conferencias y textos sueltos que abarcan toda su vida, me cuesta no hacer paralelismos entre este autor y el personaje principal de uno de sus libros más famosos, Hans Castorp, de "La Montaña Mágica". Monumental novela, así llamada de "aprendizaje", en la estela del "Wilhelm Meister" de Goethe (aunque el propio Mann la viese como una suerte de ironía hacia ese género), describe en muchas páginas como un joven cambia. No pasan demasiadas cosas, no hay fuegos de artificio, grandes hazañas, aventuras trepidantes ni misterios irresolubles, más bien asistimos a interminables conversaciones y tomamos parte en las rutinas propias de un hospital para enfermos respiratorios en los Alpes suizos, vamos, un decorado ideal para aburrirse. El ritmo es lento y las situaciones muchas veces arquetípicas, pero cuando el bueno de Hans sale de la novela es otro; otra persona y a la vez la misma. Deja de ser un joven y se convierte en un hombre. ¿Qué ha cambiado explicitamente? No lo sabemos. Ha adquirido experiencia y ha aprendido en general sin que podamos cuantificar los datos de manera precisa, pero se ha hecho mejor, incluso cuando acabe como un subnormal dándole tiros a los franceses bajo las órdenes de Bismarck. Enmarcaría pedantemente esta obra con el verbo Aufheben, una de esas lindas palabras alemanas polisémicas que significa superación, pero superación que conserva, lo cual no deja de ser algo contradictorio. Esto lo veo en Castorp y lo veo en los artículos del propio Mann, desde 1907 a 1952, un burguesón de tomo y lomo, último intelectual integral de la vieja escuela que se interesa por todas las facetas de la cultura con vocación universalista, que con la reflexión, el paso del tiempo y los episodios históricos va limando sus "imperfecciones".
Aquel que a principios de los años veinte escribe con absoluto candor "(...) la propia germanidad significa burguesismo, un burguesismo de gran estilo, el burguesismo mundial, el medio del mundo, la conciencia del mundo, la sabiduría del mundo que no se deja arrastrar a ciegas. Encauzado en un espíritu crítico contra la derecha, la izquierda y todos los extremismos, afirma la idea de la humanidad, del hombre y de su cultura. El propio alemán, colocado entre los extremos del mundo, no sabría ser un extremista" termina ¡en 1951! diciendo: "La verdad de los pragmatistas ha acabado poco a poco por parecer más real que la realidad. El poder del mecanismo de propaganda está en constante aumento, y con él aumenta nuestra capacidad de deleitarnos y de ilusionarnos. Resulta difícil representarse cómo podrá aprender a pensar la juventud venidera según la verdad más que de forma utilitaria o patriótica. En un mundo como aquél estamos seguros de que serán poco numerosos los espíritus desmoralizadores capaces de luchar contra la radio, el periódico, el comunicado, el pasquín. Esta minoría parecerá sencillamente decadente (...) producto de una cultura difunta y de una clase ociosa. Y, sin embargo, quizá nuestra salvación vendrá de este íntimo puñado de "desmoralizadores", parrafito éste que quizás debería haberse tatuado en el pecho la generación grunge, entre otros. Sobre sí mismo, con la melancolía del que no le queda mucho tiempo, dice un año más tarde: "Mi actitud parece vagamente dudosa, con todo lo que comporta de optimismo, de democrático, de humanitarismo, de fe en el hombre, y quizás incluso de mi "world-citizenship", mi estado de ciudadano del mundo. Porque mis libros son desesperadamente alemanes, y las ingerencias en cuestiones sociales, políticas que han podido figurar allí, han sido arrancadas no solamente de una modestia natural, sino también del pesimismo de un espíritu formado en la escuela de Schopenhauer y, en el fondo, bastante poco hábil para las grandes gesticulaciones generosas y humanitarias. Hablando con claridad: no tengo mucha fe; más bien, y mucho más, creo en la bondad, que puede existir sin fe, y precisamente derivar de la duda"
Ante la irrefrenable razón cínica que ya forma parte esencial de nuestro ser, alegra ver cómo alguien, aunque sea hace tanto tiempo y en otro mundo caduco, es capaz de rectificar o al menos verse a sí mismo e interpretar sus propios actos y palabras con honestidad, para las buenas y las malas.
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