Hace nada el "Aula Cultural de Pensamiento Artístico Contemporáneo de la Universidad de La Laguna" ha abierto una web en donde se debaten diversos temas culturales que afectan a las Islas Canarias. Se llama Futuro Público y se define como un campo para el análisis y la crítica cultural. www.futuropublico.net Me invitaron a participar y, enfoguetado, escribí un artículo que visto días más tarde me ha resultado de lo más impertinente, pues no casa con los hilos de debate, abundan en el los chistes malos y las majaderías, y está escrito, quiera yo o no, desde la precaria posición subjetiva de un trabajador del ramo. Aquí les dejo con él. No me olvido del articulo de Rayco sobre pintar cosas raras.
Bajar un punto
“Si te va muy bien,
es que algo va mal”
Anónimo altermundista
Anónimo altermundista
Es una práctica habitual en el
añejo mundo de la pintura profesional el tener un “punto”. El punto, denominado
también poética y menos frecuentemente “llave” o “clave”, es una pequeña
fórmula matemática que permite tasar el precio de los cuadros, así como el de
las obras realizadas en papel. Se suman los
lados en centímetros de la obra y el producto resultante se multiplica por el punto, siendo así que
un artista con punto 10, por ejemplo, vende un cuadro de 100 X 100 cm. a 2000€,
o una obra original en papel pieza única, al 50% o sea, a 1000€. En la
práctica, el punto se establece al empezar una carrera artística, con las
ventas en los primeros escarceos con galerías. Esta herramienta no siempre
respetada ayuda a homogeneizar los precios de manera internacional, valorando
el caché del artista en referencia a su curriculum o andadura profesional, lo
que no quita que un estudiante recién salido de la universidad pueda situar su
propio punto en donde le plazca, porque
yo lo valgo. No importa. Lo principal es que sea (semi) público, una suerte
de garantía para los coleccionistas que confían en que no se les está estafando
con precios variables dependientes del momento, la gana o las afinidades
personales. Lo principal es que éste jamás baje. El punto solo puede subir, de
ahí su importancia en la así llamada revalorización de la obra. Si nuestro
estudiante se excedió en la apreciación monetaria de su trabajo, no le quedará otra
que disponer de un buen almacén para, como decimos brutalmente en el ramo,
comerse los cuadros con papitas.
Esta matemática parda tiene en el
mundillo sus amantes y detractores, pero es lo más cercano que hay a una regla
para tasar de forma consensuada una pintura contemporánea acabada de salir del
estudio. Quienes critican este sistema alegan con razón que el valor de la obra
de arte queda reducido a la cantidad de centímetros cuadrados que tenga, lo
mismo un cuadro que una alfombra. Quienes lo apoyan esgrimen la excusa de “lo
menos malo”. Mientras no exista otra ley, esta operación por defecto será mejor
que la pura nada. En cualquier caso, el punto es un truquillo mercantil de una
disciplina artística cada vez más en desuso, la pintura, que aquí nos sirve
para exponer algunas situaciones peculiares que se generan cuando el valor se
convierte en precio.
A nadie le pasa desapercibido que
las obras de arte que se venden en el circuito profesional de las artes son
carísimas. Los profanos se escandalizan mientras los entendidos cada día se
sorprenden menos con los “boom” del mercado, que de hecho muchos consideran
síntomas de salud. Por lo general, el arte vale caro no por costes materiales o
por el empleo de una fuerza de trabajo desmesurada, sino por otra serie de
cuestiones todas ellas más o menos vaporosas. Es un debate viejo - rancio y de
mal gusto en algunos contextos- pero no por ello menos pertinente. Desde antes
de la Cruz de Santiago en el pecho del Velázquez de Las Meninas o del gran pollo entre Whistler y Ruskin, ese no se qué que trascendentaliza las obras
ha continuado en tela de juicio, pues de ellas mismas parece emanar una suerte
de poder mágico que permite valorarlas y sobrevalorarlas económicamente sin que
los argumentos de las autoridades que fijan esos criterios sean rebatibles.
Poner precio a una idea es una
simple arbitrariedad, pero equiparar ese precio a su valor es siempre un acto
de violencia, que en el caso de las obras de arte es muy superior al que se
ejerce sobre otros objetos cualesquiera, si estamos de acuerdo en que las obras
de arte son antes que nada ideas,
objetualizadas o no. Diciéndolo más bastamente, es más “natural” ponerle
precio a un kilo de papas que a una idea.
Desde que llegó en 2008, la crisis
económica está golpeando a los artistas con mucha fuerza, especialmente a los
canarios. Que se jodan, pienso yo, selber
schuld[i]:
nadie les mandó a subirse los puntos. Ahora, en un espacio postcrisis devastado
por la falta de liquidez, en donde
“no pasa nada” o “la cosa está muerta” expresiones que dan a entender
que los billetes no corren joviales de mano en mano, afloran las leyendas
urbanas, como por ejemplo que las galerías venden las obras con enormes
descuentos, o que los artistas llegan a acuerdos secretos con coleccionistas en
donde la opacidad de los precios viene aparejada a las necesidades primarias
vitales de los creadores, o que resugen métodos arcaicos como el trueque, pues
parece más o menos claro que doscientos euros ahora son mejor que cinco mil dentro de un año, lo que nos ha
llevado a pensar sin mucho entusiasmo y resignación: ¿por qué demonios no
podemos bajar el punto? E incluso más allá: ¿no sería mejor que todos bajásemos
el punto? Más aún, y cuidado no nos quememos en el fuego revolucionario: ¿no crearíamos
un mercado más sólido y amplio si así fuese, en donde más personas tomasen
parte, en donde los clientes no tuviesen que ser por fuerza de clase
privilegiada para pagar las enormes sumas que cuestan nuestras excelsas ideas?
Estos pensamientos surgidos de la necesidad acaban por señalar algo nada
sorprendente, naiv si se quiere, pero de importancia fundamental: el arte
comercial o vendible, con sus artículos de feria (de arte), es un juego para
ricos, y los precios altos son los garantes de que las reglas de ese juego no
se cambian si los de arriba no quieren. Es imposible como ya vimos certificar
el valor de una manifestación
artística pero sí es posible tasarla con un altísimo precio, no porque la obra merezca tales honores, sino porque el
objetivo es, muy al contrario, trascendentalizar
el dinero en sí mismo y toda su cultura. Es por ello que las artes
plásticas en específico hacen tan buenas migas con el neoliberalismo, no así
como la poesía. En rigor, la obra de arte como mercancía de lujo tiene pocos
pilares sólidos en donde apuntalarse, como si los tiene el comercio de oro o de
piedras preciosas, pues su valor es el mismo del poema.
Ni la exclusividad del objeto
único, ni la supuesta tensión intelectual de la obra- “bomba de relojería” en
el salón del burgués como piensan con cómodo candor algunos- ni las habilidades
fastuosas de una mano genial, ni la hipócrita sacralización de un fetiche en la
era del nihilismo capitalista son capaces de justificar las carestías de
nuestros productos usando argumentos convincentes más allá de los símbolos de
seguridad de las pertenencias de clase, números y cifras que se defienden a sí
mismos mediante seductores trucos mágicos. De estas quimeras nadie se escapa, y
mucho menos los artistas que nos ofendemos cuando se nos llama la atención con
respecto a nuestros altos precios. La ofensa tiene que ver menos con la
contingencias inmorales del mercado actual, que nos fuerza a vender caro, que
con el no saber apreciar la capacidad especial esa que debemos de tener escondida,
no se sabe muy bien dónde, si en el corazón, el alma o la mente, pero que
produce objetos divinísimos y en justicia muy caros.
A diferencia del futbol, en el arte
no existe una segunda división. O se juega con Cristiano Ronaldo firmando
contratos multimillonarios o se patea la pelota en campo de tierra por amor al
fútbol, perdón, al arte. Hoy por hoy, acostumbrados a una critica institucional
que ya se ha convertido en un genero artístico y comercial más, a nadie se le pasa por la
cabeza bajar sus precios de élite como práctica
crítica (o quizás solo como estrategia para cobrar más) incentivando así de
paso un mercado con unos consumidores con cuentas bancarias modestas y con unos
productores menos emparentados a las estrellas del cine o el fútbol que a otros
profesionales con licenciatura superior, un abanico de sueldos amplio que
debería adaptarse bien a la avaricia de cada temperamento particular desde, por
ejemplo, el mileurismo (un sueño dorado para muchos artistas) a los altos
ingresos de un neurocirujano. Por desgracia, es terriblemente cierto que a
partir de determinado momento de su carrera, el artista está cuasi obligado a
vender caro porque si no el coleccionista, a la japonesa, se siente estafado
pagando menos por la magnífica imagen de
su propio dinero. Se nos podrá reprochar de manera rigorista el bajar
precios reventando la “ética del punto”, pues así se minusvalora
automáticamente la obra de los artistas en todas la colecciones, debilitándose
el patrimonio de los clientes privados o públicos que han invertido en un bien
que solo puede revalorizarse. De nuevo nos preguntamos aquí qué instancia
superior dictamina que una obra de arte no pueda (o incluso deba) ser un
fracaso económico, lo que transformaría quizás nuestra ética del punto en un
punto, o puntazo, de ética
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