sábado, 30 de abril de 2011

1.Mai


Hoy me preguntaba una amiga si no me iba a pasar mañana por Kreuzberg para celebrar el uno de mayo. Le respondí que odio ese día. Justo después comencé a plantearme el por qué de tal aversión, no sea que en una de estas flojeras del gusto me convierta en un caballerete reaccionario. 

Como sabe todo el mundo, los primeros de mayo en Berlín son tradicionalmente muy combativos. Cientos de policías antidisturbios venidos expresamente de otras partes del país toman la ciudad, y un buen número de manifestaciones y otras protestas más o menos beligerantes se reparten por la capital. Es un evento con solera y muchas historias que contar, en donde lo que no cambia nunca, el plato fuerte del día, son los trompazos a la tardecita en la Oranienstrasse de Kreuzberg entre encapuchados y robocops, equipos ambos que cuando se ponen de malas, acojonan. Quedan, se meten candela mutuamente, y yo ya no sé muy bien qué pensar. Lo cierto es que en el barrio, esa tarde, se crea una suerte de ambiente entre nervioso y festivo que atrae a miles de personas a la zona del conflicto. La gran mayoría no participa en la violencia, dedicados a beber cerveza, excitarse un poco oyendo disparos de pelotas de goma y ver en el cielo desde la distancia (esencial para la experiencia de lo sublime, según Burke) el humo amarillento del gas lacrimógeno. Es la fiesta de la Revolución.

No encuentro mejores metáforas para una futura Revolución (o cambio, transformación, salto, superación, emancipación, por si a alguien le cae mal esta palabra viejuna tan connotada) que la fiesta y la risa. Cuando terminen todas las servidumbres, tanto las impuestas como las voluntarias, llegará la risa, que es uno de los asuntos más serios que existen. Sin embargo, todos los años me pregunto, algo apesadumbrado, si el tradicional desfile de hostias de la Oranienstrasse y su caótica party adyacente no son en alguna medida contrarrevolucionarios, si el parque temático de la revolución en el que se ha convertido dicho evento aún conserva algo de liberador o si por el contrario se trata de un día pactado y organizado por la CIA en confabulación con los más prestigiosos sociólogos y expertos en el control mental de las masas humanas, en el que la peña suelta la furia contestataria acumulada durante el año para volver al día siguiente, más tranquilitos, a la inercia habitual del lo que hay.  

Se echa de menos un poco de concreción. No de seriedad, que suele acabar en la guillotina y el gulag, sino de concreción. Que los guagueros reivindiquen sus cosas y corten la circulación un día entre semana, que los hipotecados le peguen fuego no a su propio vecindario sino a las villas de los directivos de los principales bancos del país, que los currantes precarios se aten en el Ministerio de Trabajo, que los estudiantes de arte destrocen las lunas de las grandes galerías- qué belleza- que los escritores le escriban mentándoles a la madre a los dueños de los principales medios de comunicación, que los inquilinos del barrio en proceso de gentrificación no recojan la mierda de sus perros, etc., actuando cada cual en la medida de sus posibilidades y contexto propio. 

Sería muy injusto negar el hecho de que muchas de estas cosas también suceden mañana. La más sonada de ellas es la contramanifestación para impedir la también tradicional (y legal) marcha de los neonazis, o los despliegues por toda la ciudad de los más diversos movimientos sociales con objetivos y programaciones concretas. Sin embargo, el pasacalles de la Oranienstrasse se me revela como el más puro ejemplo de un vacío folclor revolucionario, rabioso pero desprovisto de toda voluntad de cambio real. Sin tenerlo del todo claro, opino, por un lado, que este día continúa siendo un poderoso símbolo social en Berlín que sería una pena perder pero que, por otro lado, el ya clásico erste Mai ha terminado siendo una catacresis, palabreja que significa "metáfora muerta", como lo es la Navidad, en donde lo menos que hacemos es conmemorar el nacimiento de Jesús, atiborrándonos de marisco y peladillas y dejándonos los euros en El Corte Inglés.

Después de siete años festejando el primero de mayo en la batallita campal de Kreuzberg, mañana iré a currar al estudio. Eso sí, el lunes me lo pasaré en casa sin hacer nada celebrando el día del trabajo. Al menos espero que, puesto que han decidido nuevamente cumplir con la tradición, en la Oranienstrasse se den las hostias reglamentarias con mucha sinceridad.  



(Video "Breve historia del camuflaje", cortesía del artista Alby Álamo)

miércoles, 6 de abril de 2011

Impresiones sueltas e inacabadas sobre Thomas Mann


Cuando era un adolescente, aquel tópico que reza "el que no es comunista con veinte años es que no tiene corazón y el que lo es con cuarenta es que no tiene cabeza" (o algo así era) me daba una rabia fuera de toda medida, como suele ocurrir con todos aquellos corsés que el "sentido común" nos impone para un futuro que aún no somos capaces de imaginar y que, curiosamente, los demás sí pueden. Hoy esa frase me gusta, me hace gracia, porque cuanto más viejo me hago, más comunista me vuelvo, quizás no sea esa la palabra pero ¿cómo decirlo?... cada día me cago más en la puta madre que los parió, así en bruto y con una sonrisa de regalo. Por eso me encantan los casos que confirman aquel topicazo pragmático pero a la inversa, los viejos enardecidos, las señoras y señores mayores incendiarios que en su juventud fueron un poco más conservadores, más fachillas o quizás tan solo temerosos de las vengativas fuerzas contrarrevolucionarias del "lo que hay". Un ejemplo, aunque desde luego que no es el más paradigmático, es Thomas Mann. Personificación durante toda su vida del perfecto burgués, que es el que llega a criticar a la burguesía, fue antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial un nacionalista alemán declarado y ferviente antidemócrata, que acabó lustros más tarde exiliado de su país en contra del régimen nazi y defendiendo radicalmente los principios de la socialdemocracia, cuando ésta significaba algo, cuando era de izquierdas. 

Tras leer "El artista y la sociedad" de Mann, una compilación de artículos, conferencias y textos sueltos que abarcan toda su vida, me cuesta no hacer paralelismos entre este autor y el personaje principal de uno de sus libros más famosos, Hans Castorp, de "La Montaña Mágica". Monumental novela, así llamada de "aprendizaje", en la estela del "Wilhelm Meister" de Goethe (aunque el propio Mann la viese como una suerte de ironía hacia ese género), describe en muchas páginas como un joven cambia. No pasan demasiadas cosas, no hay fuegos de artificio, grandes hazañas, aventuras trepidantes ni misterios irresolubles, más bien asistimos a interminables conversaciones y tomamos parte en las rutinas propias de un hospital para enfermos respiratorios en los Alpes suizos, vamos, un decorado ideal para aburrirse. El ritmo es lento y las situaciones muchas veces arquetípicas, pero cuando el bueno de Hans sale de la novela es otro; otra persona y a la vez la misma. Deja de ser un joven y se convierte en un hombre. ¿Qué ha cambiado explicitamente? No lo sabemos. Ha adquirido experiencia y ha aprendido en general sin que podamos cuantificar los datos de manera precisa, pero se ha hecho mejor, incluso cuando acabe como un subnormal dándole tiros a los franceses bajo las órdenes de Bismarck. Enmarcaría pedantemente esta obra con el verbo Aufheben, una de esas lindas palabras alemanas polisémicas que significa superación, pero superación que conserva, lo cual no deja de ser algo contradictorio. Esto lo veo en Castorp y lo veo en los artículos del propio Mann, desde 1907 a 1952, un burguesón de tomo y lomo, último intelectual integral de la vieja escuela que se interesa por todas las facetas de la cultura con vocación universalista, que con la reflexión, el paso del tiempo y los episodios históricos va limando sus "imperfecciones". 

Aquel que a principios de los años veinte escribe con absoluto candor "(...) la propia germanidad significa burguesismo, un burguesismo de gran estilo, el burguesismo mundial, el medio del mundo, la conciencia del mundo, la sabiduría del mundo que no se deja arrastrar a ciegas. Encauzado en un espíritu crítico contra la derecha, la izquierda y todos los extremismos, afirma la idea de la humanidad, del hombre y de su cultura. El propio alemán, colocado entre los extremos del mundo, no sabría ser un extremista" termina ¡en 1951! diciendo: "La verdad de los pragmatistas ha acabado poco a poco por parecer más real que la realidad. El poder del mecanismo de propaganda está en constante aumento, y con él aumenta nuestra capacidad de deleitarnos y de  ilusionarnos. Resulta difícil representarse cómo podrá aprender a pensar la juventud venidera según la verdad más que de forma utilitaria o patriótica. En un mundo como aquél estamos seguros de que serán poco numerosos los espíritus desmoralizadores capaces de luchar contra la radio, el periódico, el comunicado, el pasquín. Esta minoría parecerá sencillamente decadente (...) producto de una cultura difunta y de una clase ociosa. Y, sin embargo, quizá nuestra salvación vendrá de este íntimo puñado de "desmoralizadores", parrafito éste que quizás debería haberse tatuado en el pecho la generación grunge, entre otros. Sobre sí mismo, con la melancolía del que no le queda mucho tiempo, dice un año más tarde: "Mi actitud parece vagamente dudosa, con todo lo que comporta de optimismo, de democrático, de humanitarismo, de fe en el hombre, y quizás incluso de mi "world-citizenship", mi estado de ciudadano del mundo. Porque mis libros son desesperadamente alemanes, y las ingerencias en cuestiones sociales, políticas que han podido figurar allí, han sido arrancadas no solamente de una modestia natural, sino también del pesimismo de un espíritu formado en la escuela de Schopenhauer y, en el fondo, bastante poco hábil para las grandes gesticulaciones generosas y humanitarias. Hablando con claridad: no tengo mucha fe; más bien, y mucho más, creo en la bondad, que puede existir sin fe, y precisamente derivar de la duda" 

Ante la irrefrenable razón cínica que ya forma parte esencial de nuestro ser, alegra ver cómo alguien, aunque sea hace tanto tiempo y en otro mundo caduco, es capaz de rectificar o al menos verse a sí mismo e interpretar sus propios actos y palabras con honestidad, para las buenas y las malas.