Hace años escribí por aquí un brevísimo artículo que versaba sobre la instrumentalización o recepción social de la muerte violenta. Comentaba el sonado caso del asesinato de Iván Robaina y de otra persona, Expedita Santana, que no tuvo en absoluto la misma cobertura mediática y consideración en esa fecha, a pesar de la crueldad con la que la mataron, por el simple hecho de haber sido yonki y puta.
Todos los que creen que rigen su conducta y opiniones por algún tipo de ética, acordarán conmigo que cualquier muerte violenta es igualmente detestable. Sin embargo, al mismo tiempo, muchos de ellos no dudan hoy en fundir la bandera francesa con su cara, en señal de apoyo a las víctimas de los recientes atentados en París, sin que eso mismo se les pasase por la cabeza cuando el integrismo islámico masacró a 147 estudiantes en Kenia o asesinase en Nigeria a cerca de dos mil personas (entre otra serie infinita de barbaridades relacionadas, que se han sucedido y se suceden, en África) mientras los ojos de Europa miraban a la redacción de Charlie Hebdo, tocapelotas de profesión que - como Jesucristo antes de ser juzgado- sabían muy bien a lo que se exponían.
Soy consciente de lo espinoso que es señalar esta cuestión porque se apela a la legitimidad moral de los sentimientos personales, en el más importante asunto del que nos podamos ocupar: la vida humana. Y es que parece que nos enmiendan la plana en lo más intimo de nuestro ser, nos ensucian lo más noble y sensible. En el momento más inoportuno, frágil y doliente, ha aparecido el gilipollas de Pepito Grillo a decirnos: "Eres un hipócrita: mira cómo te sale la lagrimita ahora y cómo cuando se cargan a miles de africanos- literalmente- por el mismo motivo te importa bastante poco. Pobres negros, pensamos, pero bueno, qué sabemos nosotros, ¿qué se puede hacer? En fin, hay que aferrarse a la vida, life goes on, etc." Sin embargo, cuando la sangre corre en Francia o en España, al día siguiente todos nos convertimos en serios expertos en yihadismo, prestos a solucionar las cosas, para que este sea el último episodio de tan cruenta historia.
Es duro reconocer que en el sagrado jardín de nuestros sentimientos hay más cagajones de los que pensábamos. Qué bellas las palabras de la Secretaría General de la ONU o el Papa cuando condenan sin ambages toda clase de violencia, cuando nos recuerdan "no matarás"... un poco vagas esas palabras, quizás, un poco abstractas, pero bellas y nobles, al fin y al cabo. Y qué porquería cuando solo se nos despierta el sentimiento y la razón con la violencia en nuestras puertas, cuando el AK-47 nos apunta. Es horrible pensar así, argüimos, pero al menos podemos aprehender algo, ser concretos, lanzarnos a analizar la situación para ponerle freno.
De alguna manera, se nos apela así al ámbito de "nuestra cultura", al sentimiento de comunidad, a una sensibilidad compartida. Los civiles inocentes franceses serían "más de nuestra cultura" que los irakíes, aunque estos mueran como moscas sin que Francia deje de tener cierta responsabilidad en ello. Yo, sin embargo, pienso que quizás hoy sería prudente no ponerse por careto (y menos si lo sugiere una empresa yanqui) la banderita del Estado francés. No estaría de más acordarse de las tremendas barrabasadas que dicho estado (y no el común de sus ciudadanos... el lema es certero: "sus guerras, nuestras víctimas") ha perpetrado en África durante la historia contemporánea, de la misma manera que hace meses pensé que yo no era Charlie. A Charlie lo mataron y lo siento mucho. Pero yo no soy Charlie.
Abramos ahora más el campo visual y pensemos en Lampedusa, en los más de tres mil muertos estimados que ha dejado el intento por alcanzar las costas canarias, o en la bien conocida injusticia en Palestina o el Sahara, o en la no tan bien conocida injusticia en Sudán o Zimbabue, o en el asesinato de Saray por un friki de los videojuegos y el "más normal" asesinato de un joven a manos de otro en el sur de Gran Canaria tras una pelea en una gasolinera, total, asuntos de mataos, que se las arreglen entre ellos... la instrumentalización del dolor está servida.
¿Qué hacer, qué sentir, más bien, cuando no podemos llorar de la misma manera una muerte, cuando, efectivamente, en nuestros corazones Kenia o Nigeria queden demasiado lejos y sus muertos no equivalgan a los nuestros, cuando Saray fuese "más inocente" que el otro laja que se llevó un golpe por meterse con quien no debía, cuando Iván Robaina fuese portada de los periódicos por culpa de la patada de un descerebrado y Expedita, violada, torturada y arrojada al mar, no diese ni para un cuarto de página por ser puta y yonki?
Ustedes sabrán. Este asunto supera cualquier exposición que yo pueda argumentarles aquí. No tengo la altura moral para ello ni las capacidades de juicio. En el caso de los últimos atentados creo (a modo personal y sin ganas de universalizar mi opinión) que, precisamente, por el respeto al dolor de los franceses asesinados podríamos de ahora en adelante estar más atentos a las víctimas africanas, tratando de conocer qué les arrebató la vida, en un sentido amplio, investigando las causas últimas de todos estos desatinos - el Trío de las Azores y la guerra en Oriente Medio, el papel de Arabia Saudí en la conformación de ISIS, el imparable negocio del complejo industrial- militar norteamericano y su interés por mantener "zonas de desgobierno" en el planeta, la capacidad del Estado Islámico de darle algo a pueblos que no tienen nada, etc.) actividad intelectual que, por desgracia, quizás tenga más que ver con la (fría) racionalidad que con el sentimiento. O no. Porque lo cierto es que la banderita de Francia en el Facebook me toca los cojones, cosa fina.
Para endulzar, les dejo con una canción, con letra de La Rochefoucauld- más francés que la baguette- y que trata el tema de la afectación e hipocresía sentimentales. No me la tengan en cuenta.