La mezcla correcta entre EXCELENCIA y CAFRERÍA convierte el CAPRICHO en
NECESIDAD.
(Sobre Francho)
Empecemos a lo bruto. Francisco
Castro- en lo sucesivo, Francho- es una especie de genio, un tío de los que
mira para adentro, que frecuentemente se atasca con las cosas mundanas y vive con
pasión sus rumores internos, sus “obsesiones” de pequeño, mediano y gran
tamaño. Todo lo ajeno a estos trabajos de conciencia son ruidos de fondo
altisonantes que le piden concurso de manera zafia, aunque él reconoce que si
se dejase arrastrar a los abismos de su subjetividad sería tan infeliz, o más, como
si dejase de pintar, y eso podría resultar grave porque Francho es, ante todo,
un pintor sobresaliente. Yo no conozco personalmente a ninguno mejor. Si creen
que exagero, entren en la sala.
Antes del 11-S, flotaba sobre nuestras
cabezas una espesa niebla que lo impregnaba todo con la sensación general de
que “no pasaba nada”. Por esa época, Francho junto a otros dos compinches,
cometió en nuestra Facultad de BB.AA. de la Universidad de La Laguna un
atentado que casi le cuesta la exmatriculación. Durante la semana cultural,
entró furtivamente ¡dos veces! a un aula reconvertida para la ocasión en sala
de exposiciones, con la intención de arruinar el trabajo de un grupo artístico
bastante tocapelotas entre el alumnado de aquel entonces (y de cuyo nombre no
quiero acordarme), una tentativa por echarle un poco de “salsa” a una
abotargada vidilla estudiantil en donde cada loco estaba con su tema. Era
necesario montar un pollo para que “pasase algo”. En aquellos dimes y diretes lo
conocí. Poco antes o poco después, también en una expo de alumnos (“Estética
del estudio”. COAC. Tenerife. 1999.) tuve la ocasión de ver por primera vez un
cuadro suyo. “Sin dormir”, e incluso cuando la muestra ofrecía una calidad
inusualmente alta para una exposición de alumnos, me parecía que jugaba en otra
liga. Tras un tiempo, Francho se mudó a Berlín y allí fue en donde pasamos de
ser compañeros de facultad a amigos y colegas de profesión.
"Sin dormir" Óleo sobre lienzo. 1999 |
Como bien saben, Berlín es muy
guay y está de moda. Hay mucha gente cool
y coolhunters, artists y artys, dj´s y vj´s, hipsters y personal shoppers; todos han recalado
allí enamorados de la moda juvenil, de los precios y rebajas que yo vi, aunque
lo cierto es que poco a poco Berlín está perdiendo sus encantos. A principios
de los dosmiles era una ciudad barata, amplia, tranquila y feucha, con
generosas noches de bohemia, a donde algunos enteradillos nos habíamos mandado
a mudar viendo lo que acontecía en la mejor de las Españas posibles, la de
Aznar. Berlín iba bien pero ahora comienza a ser una porquería, como Madrid,
Londres o París, una capital europea standard,
en donde la vida es bella solo en función de la pasta que tengas. (Por cierto, un
aviso a los emigrantes: Berlín es una ciudad arruinada, no es ésa Alemania que
sale en el telediario español en donde hay trabajo de sobra para deslomarse contento)
Pues bien, Francho oyó no sé dónde cantos de sirenas y se fue para allá hace
más de diez años, pionero conejero, a llevar a cabo dos planes. Primero; aprender
griego clásico (y antes alemán para aprender griego clásico en alemán) y así hacer
una reconstrucción hermenéutica del concepto de mímesis a partir de Platón,
fruto de sucesivas malinterpretaciones acumuladas durante la historia del
pensamiento y, segundo; pintar y vivir la bohème,
algo que traducido a la jerga de aquellos días significaba salir mucho de after, convocar al razonado desorden de
todos los sentidos, y acostarse con el mayor número posible de mujeres hermosas,
en un versión más del locus amoenus
juvenil del sex, drugs and rock &
roll. Era un planazo que sufrió modificaciones estructurales severas porque,
primero; un gran sabio de la Universidad Humboldt le aseguró que, poco menos,
su idea sobre la mímesis le iba a costar el sacrificio de toda su juventud y
buena parte de su madurez y, segundo; a Francho le enferma el estar embriagado
(cayó en la marmita siendo niño) y follar con muchas tías distintas sin escuchar
o decir demasiadas majaderías es bastante difícil, y más en alemán. De esta
escabechina de expectativas solo sobrevivió, con heridas de carácter leve, la
pintura.
Un día, caminando por Berlín algo
atribulado a causa de los cambios de planes, Francho se metió en un cine, de
esos con sillones de varias plazas y atmósfera casera, a ver una peli de David
Lynch. Salió de allí muy loco. Flipando en colores se quedó después de ver
“Mulholland Drive”. Para él, toda una época fue solo “Mulholland Drive”, y para
mí ésa fue la primera vez que lo escuché dándole bola a una de sus obsesiones, idée fixee, matraquilla, leitmotiv o como quieran llamarlo.
Siempre se nos ha dicho que
debemos tener cuidadito con los lectores de un solo libro –con los fundamentalismos,
comunismos y otros ismos doctrinarios- pero, aun cuando la advertencia sea justa,
estoy convencido de que en lo que compete a las artes, las visiones excesivamente
panorámicas, la multiplicidad de perspectivas y los juicios ecuménicos nos sitúan
en caminos creativos que siempre conducen al fracaso. Hacemos porquerías. El
arte y el amiguismo-con-todo son incompatibles. De alguna forma, el artista debe
siempre leer el mismo libro (que no significa hacer siempre lo mismo) ser
partidista, porque tiene la necesidad de descartar, de elegir un asunto en
detrimento de otras cosas que bajo determinadas circunstancias podrían ser tan
razonables como los objetos de la propia elección. El artista dice “esto sí, y
el resto no” con algo de arbitrariedad caprichosa, arriesgándose a convertirse,
si le sale mal la jugada, en un abusador de fórmulas creativas o, mucho peor,
en un pesao. Esta es la suerte de militancia a la que se refería Baudelaire cuando
aseguraba que toda crítica debe ser “parcial y apasionada”.
A este respecto, la gran virtud
de Francho es que se le da de maravilla creer a fondo en las cosas. Después del
noviazgo fiel con “Mulholland Drive”, de hacer de esa peli parte integral de su
comprensión estética, pasando cualquier asunto a través de ella, ha hecho suyas
algunas otras pocas ideas mediante determinados enfoques particularísimos, casi
incompartibles. Así, hemos tenido como protagonistas temporales al artista
alemán Martin Kippenberger; a los hiphoperos puertorriqueños Calle13 y en
especial su jugueteo con aquello del residente-visitante; una película de Mateo
Gil más mala que un dolor que se llama “Nadie conoce a nadie” y que según Francho
establece relaciones con aquel sarao a medio cocinar de la Escuela de La
Laguna, o la casi indefinible, escurridiza categoría estética de lo camp. Pero,
¿tienen todos estos rayamientos sueltos algo que ver con su pintura? No
directamente. No hay imágenes de “Mulholland Drive” ni citas a Kippenberger en
sus cuadros, pero sí una forma de proceder análoga a sus fidelidades y gustos, que
según él buscan la tensión entre lo
correcto y lo cafre, algo que yo reformularía
como la mezcla alquímica entre el capricho
y la necesidad, y un filósofo,
quizás, como el punto intermedio entre lo
bello y lo sublime.
La pintura de Francho es muy
compleja y muy difícil de llevar a la palabra. A este respecto tengo que citar
informalmente aquí a Ramón Salas, maestro y profesor nuestro, cuando afirmó en
ocasiones distintas que Francho había sido su mejor alumno, y que no sabía muy
bien qué pintaba. Era, según su opinión, un artista antiguo, más preocupado del
cómo que del qué. Sin embargo, y tal como reza el título de la presente exposición
“Picturebook”, Francho siempre ha sentido la pulsión de contar cosas sobre su
obra. Cuando lo hace tiene la extrañísima y virtuosa habilidad de dotar de
necesidad a algunos asuntos sin tratarlos, como es habitual en el arte
contemporáneo, en función de su “mensaje”, de su “tesis” o “tema”. Francho no
tiene “tema” y por eso la mayor parte de los críticos de arte y otras personas
obtusas se quedan flipando cuando les explica sus decisiones plásticas. Pongámonos
ante un caso práctico. Francho nos lleva a su taller y nos dice: “Yo estaba
pintando un lago helado (“Puerta de Arkenberge”, 2007) y Fulanito me dijo que
el formato del cuadro le recordaba a una puerta. Eso se me metió tanto en la
cabeza que al final le tuve que pintar un pomo de puerta superpuesto al paisaje.”
Y el muy jodío lo dice como si aquello hubiese sido el paso más lógico, lo que
había que hacer, como si delante de un incendio alguien nos hubiese puesto un
extintor en la mano, sin imposturas. La cafrería se hace necesidad, el capricho
se convierte en algo esencial y, además, el pomo le queda al cuadro que ni
pintado.
"Puerta de Arkenberge" Óleo sobre lienzo. 2007 |
No sé si servirán de mucho
algunos apuntes más ajustados, pero puestos a ello diría que Francho hace una
pintura de arriscarse, de la mirada que ofrece el ojo cuando gira en su cuenca
hacia los extremos. Sus figuras parecen sostenerse por contraposición de fuerzas,
como si dos vientos de sentido contrario las equilibrasen y éstas tratasen de
seguir su camino sin forzar el paso. Hay una especie de saturación cromática
apocalíptica (los finales de “Abyss” y “Aliens: el regreso”, dos peliculillas del
mismo director y la misma época, forman parte recurrente de su imaginería) que también
es cómica, simpática, de pintar en casa con chiquillos al lado jugando con
juguetes de color chillón. La tragicomedia la representan el gesto de
recochineo de un retrato resuelto mediante una ejecución técnica desesperante, el
punkarreo hecho retruécano barroco, la dejadez y el amor en dos manchas vecinas.
Francho se ocupa del presente y de lo que le rodea pero a través de una sensibilidad
extemporánea (“Metí a Vladimir Putin en este cuadro porque tiene una cara muy
buena para pintar, es un tío muy pintable,
el Putin ése”) Hay también algo de condición desheredada, de objetos demasiado
usados, ingenios gastados, vistas insulsas redimidas por la gloria chica del
arte, retratos de pequeños malandrines, etc. e imágenes en ocasiones realmente provocadoras (“Fidel en la
playa”, 2009), cuadros de gran calidad que sin embargo provocan el rechazo general
del connoisseur medio con más fuerza
que cualquiera de las cíclicas modernadas transgresoras a las que estamos
acostumbrados en el gran circo del arte contemporáneo.
"Fidel en la playa" Óleo sobre lienzo. 2009 |
Últimamente su pintura ha tratado
de resolverse sin tanto artificio aunque sin renunciar a las dificultades
visuales, siempre de naturaleza más conceptual que óptica. Las pruebas preparatorias
han cobrado importancia pero de una manera peculiar. Francho, al revés de lo
habitual, hace estudios con un altísimo nivel de acabado que le permiten
después saber cómo pintar la obra definitiva con mayor soltura y velocidad (“Jet
contrails”, 2012) También han aparecido otros elementos ajenos al óleo (aunque
siempre los hubo, como su caja de luz- cámara estenopeica “Buenas, caballer@”,
2007) como el cartelismo de “El estado de las artes plásticas en Berlín”, en su
inicio un álbum de Facebook con imágenes de intervenciones callejeras de toda
índole, que harían quizás las funciones de un bloc de dibujos o apuntes, pero
desde una estrategia apropiacionista.
"Buenas, caballer@" Cámara estenopeica/caja de luz. 2007 |
Decir que su pintura es hija del
fracaso podría parecer poco digno de mérito. Pero si atendemos al balance desequilibrado
entre la rotundidad de su obra y su poco conocida trayectoria profesional yo le
deseo de todo corazón el más sosegado de los fracasos y le recomiendo que
conserve, con el mínimo de penurias, su posición privilegiada al margen del
devenir de las artes contemporáneas profesionales, aunque para no hacer
apología del tópico del artista desgreñado y encerrado en su estudio- un cliché
que por otra parte me es mucho más simpático que aquel otro del artista hombre
de negocios- les informo que los cenáculos artísticos en los que Francho ha
sido partícipe en Berlín (han oído bien: Berlín, que es superguay) provocarían
la envidia de muchos colegas del ramo. No olvidemos nunca que el otro loco, el
del pelo rojo, aunque su carrera fue desastrosa, tenía un hermano galerista y
era conocido absolutamente por todo Dios en aquel París, también superguay.
Todo esto, que puede ser importante
y argumentable, también puede resultar un mareo, verborrea, literatura, un
masque; son muchas cosas a tener en cuenta en algunas pocas palabras descontextualizadas.
El mejor apoyo que cualquier espectador podría tener más allá del ejercicio
simple de disfrutar de uno de sus cuadros en directo, sería hacerlo con él al
lado, tirándole de la lengua para que contase algo. Es entonces cuando la
metáfora funciona y obra su milagro secular; A es Z, la subjetividad parece no
amenazar a la razón compartida, las cosas adquieren valor por cuenta de una
decisión, por estrafalaria que ésta sea, y se nos otorga de nuevo una
oportunidad para creer en algo, cuando teníamos pocas razones para ello: creer,
si se es pintor, al menos, en la pintura. En este sentido yo no sé muy bien
cómo se hubiese desarrollado mi trabajo si Francho no hubiera estado merodeando
por ahí con sus cosas siempre sorprendentes, siempre necesarias… y me ha dicho
un pajarito que se avecinan cambios, así que ¡ojo!